Jueves 3º del TO
Mc 4, 21-25
Queridos hermanos:
Dios envía su palabra a realizar una
misión, y en aquel que la escucha produce un fruto según la medida de cada
cual. La palabra nos ilumina y nos hace crecer en el conocimiento de Dios y de
su amor, uniéndonos a su misión salvadora, que habiéndonos alcanzado nos envía:
“Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros.”
Cristo es la luz del Padre que ha sido
encendida, como lámpara, sobre el candelero de la cruz, para iluminar las
tinieblas del mundo. Dice el Señor: “Atended a cómo escucháis,” porque se puede
despreciar el don de Dios que es Cristo y hacer vana la gracia que nos salva.
“Dios es luz, en él no hay tiniebla
alguna,” y esta luz se nos ha mostrado como amor radiante en la cruz de Nuestro
Señor Jesucristo. Cristo mismo ha dicho: “Yo soy la luz,” y esta luz, Dios la
ha mostrado en el candelero de su carne crucificada, para que todos seamos
iluminados por la fe, y podamos recibirla en nuestros corazones, para que
también nosotros podamos llevarla al mundo.
Esta luz que es Cristo, luz de Dios,
amor del Padre, es una gracia de su misericordia, que debe ser acogida y
defendida, para que fructifique en nosotros. Por eso dice el Evangelio que al
que tiene se le dará y al que no tiene, porque ha rechazado lo que se le
ofrecía gratuitamente, hasta lo que tiene se le quitará. El Padre ha encendido
su luz, para que Cristo la encienda en nosotros y nosotros en el mundo, de
manera que huyan las tinieblas y el mundo se transforme en luz.
Una luz que no ilumina, que se oculta,
no tiene razón de ser en este mundo ni en el otro, como la sal que no sala o el
talento que se entierra, y está destinada a permanecer eternamente en
tinieblas.
Para entender esto, basta recordar
nuestra condición personal de libertad, que determina nuestra capacidad de
amor, y por tanto nuestra posibilidad de comunión con Dios, para la que hemos
sido elegidos antes de la creación, y destinados a ser santos en su presencia
por el amor, porque si nos amamos, Dios permanece en nosotros y nosotros en
Dios.
Toda respuesta cristiana a esta llamada
es, por tanto, una inmolación a semejanza de la de Cristo, de la que participa
toda la creación. Un verdadero sacrificio agradable a Dios, destello de su
amor, con el que nos amó en Jesucristo.
Cuando todo llegue a su fin y sólo
permanezca el amor, la luz que hayamos alcanzado a ser, se unirá a la luz de
Dios en una vida perdurable. Mientras tanto, en la Eucaristía, nos unimos a la
carne de Cristo, sacramentalmente, y entrando en comunión con la voluntad de
Dios, nos hacemos vida para el mundo.
Que así sea.
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