Martes 1º del TO
Mc 1, 21-28
Queridos hermanos:
El Señor nos ama y quiere relacionarse
con nosotros para que tengamos vida, porque sabe que sólo Él es nuestro bien.
En el Sinaí, el pueblo se aterrorizó ante la majestad de la cercanía de Dios, y
por eso Dios les hablará en adelante por medio de profetas, a la espera del
Profeta por excelencia, en el que Dios ocultará su majestad en un hombre como
nosotros. Él será su elegido, su siervo, su Hijo, su predilecto en quien se
complace su alma.
Dios da testimonio de este Profeta en el
Tabor, invitando a escuchar a Cristo. Él, desde una nueva montaña, proclamará
la nueva ley de la vida que recibirá el pueblo a través del Espíritu que les
será dado. “Habéis oído que se dijo… pues yo os digo.” Será poderoso en
palabras y obras, y ante Él retrocederá el mal, porque vencerá al que se hizo
fuerte con nuestra desobediencia.
Cristo muestra su autoridad y su
fortaleza con los espíritus del mal y los expulsa, mientras usa de misericordia
y compasión con los pecadores y los enfermos, porque encarna el “Año de gracia
del Señor”; el verdadero sábado en el que hay que hacer el bien y no el mal, el
sábado en el que Dios gobierna el universo haciendo justicia a los oprimidos
por el diablo. El espíritu inmundo del pasaje evangélico, mentiroso y padre de
la mentira, trata en vano de resistirse porque aún no es el tiempo de su
derrota definitiva. Pero su reconocimiento de Cristo no le da acceso a la
virtud de su Nombre para ser salvo, porque la invocación de su Nombre es
imposible y siempre ruina para el diablo. No es la ciencia la que salva, sino
la caridad, de la que carecen los demonios (San Agustín. Ciudad de Dios, libro
9 cap. 20-21), y que sólo es derramada por el Espíritu Santo en el corazón de
aquellos que creen, esperan y aman al Señor.
Nosotros sabemos cuál es esta doctrina,
la autoridad y el poder que puede curar nuestras miserias e impurezas si nos
acogemos a Cristo e invocamos su Nombre, ya que Él se ha acercado a nosotros
lleno de misericordia, ofreciéndonos su palabra, su cuerpo y su sangre para que
tengamos vida: “Todo el que invoque el Nombre del Señor se salvará. Pero, ¿cómo
invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han
oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y, ¿cómo predicarán si no son enviados?
Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!”
(Rm 10, 13-15).
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