Domingo 2º después de Navidad
(Eclo 24, 1-2.8-12; Ef 1, 3-6.15-18; Jn 1, 1-18)
Queridos hermanos:
En este tiempo en que hacemos presente
que Dios se encarna como salvación, porque la vida se manifestó y hemos visto
su gloria, lo recibimos como luz que disipa las tinieblas del pecado y la
muerte, llamándonos a ser constituidos también nosotros como luz que ilumine la
oscuridad del mundo, mediante el amor que ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu. Amor que se nos ha dado por la fe en su Palabra, que
se nos ha manifestado en su Encarnación. Lo hemos escuchado en el Evangelio de
San Juan: "A cuantos creen en su nombre, les dio el poder ser hijos de
Dios".
Si hemos sido llamados a ser luz, no
debe sorprendernos que seamos colocados en medio de las tinieblas de un mundo
que se debate entre odios y esclavitudes, sin saber y sin poder caminar a la
luz que se nos ha manifestado a nosotros. El amor con el que hemos sido amados
en Jesucristo es luz del Padre de la gloria, espíritu de sabiduría y de
revelación para que le conozcan perfectamente, una vez iluminados los ojos de
su corazón, y vengan a saber cuál es la esperanza a que han sido llamados y
cuál la riqueza de gloria otorgada por él, en herencia a los santos, como dice
la segunda lectura.
Decía la primera lectura que a la
Sabiduría le gusta estar en la asamblea de los santos, tal como dice Cristo a
sus discípulos: "Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo". Con vosotros que permanecéis en mi amor, amando a vuestros
enemigos: que hacéis el bien a los que os odian, rogáis por los que os
persiguen y bendecís a los que os calumnian. La Palabra de tu luz se encarnó y
se hizo vida de los hombres.
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