Día 10 de enero después de Epífanía

Día 10 de enero después de Epifanía  

(1Jn 4, 19-5, 4; Lc 4, 14-22a)

Queridos hermanos:

La palabra de hoy nos sitúa frente a dos problemas a los que se enfrenta la razón humana ante la fe: el escándalo de la encarnación y el proyectar en Dios nuestras expectativas. El primero consiste en aceptar que nuestra relación con Dios tenga que pasar por la mediación de hombres como nosotros, problema, por tanto, de humildad, a la que se resiste el orgullo.

Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados, hombres a los que inspira por medio de su Espíritu, hasta que, en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.

Es Dios quien elige cómo, cuándo y a través de quién desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me acoge a mí, acoge a aquel que me ha enviado».

Jesús comienza su misión anunciando el cumplimiento de las promesas proclamadas por Isaías, de las que el pueblo tiene una concepción más carnal que espiritual; la “buena noticia” y “el año de gracia” deberán comprenderse como un tiempo favorable de perdón ofrecido por Dios, en el que su justicia no será aplicada sobre los culpables, sino sobre su Hijo inocente, encarnado en Jesucristo, el Siervo, en quien se complace su alma, a cuya justicia tendrá acceso el hombre que, por la conversión, acoja al Salvador.

Sus paisanos deberán aceptar que el “hijo de José, el carpintero” es el elegido por Dios, no solo como maestro, sino como Señor; no solo como “rabí”, sino como “rabbuni”. Pero cuando venga el Cristo nadie sabrá de dónde es, y a este Jesús lo hemos visto nacer y crecer entre nosotros. ¿Qué tiene de diferente a cualquiera de nosotros? El problema de la encarnación golpea el orgullo humano que se resiste, como los ángeles caídos, a humillarse ante un hombre. Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios es fiel al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos. Eso debe bastarnos. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que Dios se le imponga con su poder.

Para dar el salto a la fe, el hombre debe responder a la pregunta del Evangelio: «¿De dónde le viene esto?», pero eso supone reconocer en Él la presencia de Dios y, por tanto, obedecerle, por lo que, con frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro».    

           Que así sea.

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