Jueves 2º del TO
Mc 3, 7-12
Queridos hermanos:
El Evangelio nos
presenta la misericordia del Señor, desbordado por la muchedumbre, necesitada
de la palabra y también de ayuda física y de liberación de los espíritus
inmundos que, al verlo, lo reconocen. El Señor se compadece de la miseria
humana, buscando, no obstante, su salvación eterna, por la que dará su vida.
El Señor, en numerosas
ocasiones, tratará en vano de imponer silencio a los favorecidos con alguna
curación y a los mismos espíritus inmundos, porque la idea falsa que el pueblo
tenía del Mesías representaba un obstáculo para su misión de anunciar el Reino
de Dios, que no venía a liberarlos de los poderes de este mundo, sino del
pecado que los esclavizaba. Para ello, debía subir al trono de la cruz,
arrastrando tras de sí a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Por eso,
procura que el sentido de su misión no sea tergiversado por un éxito aparente y
por una exaltación distinta a la que la voluntad amorosa y salvadora del Padre
le tiene preparada en el seno doloroso de su amor redentor. Nuestra razón miope
del plan de Dios muchas veces es incapaz de discernir, en medio de los
acontecimientos aparentemente contradictorios, la grandiosidad infinita del
amor, de la sabiduría y del poder de Dios.
Con frecuencia, las
masas que siguen al Señor van en busca de soluciones a sus problemas físicos,
económicos o afectivos, pero son incapaces de profundizar en sus palabras por
no comprender su verdadera precariedad existencial. ¿Qué les va a decir un predicador
más, que ya no sepan, si no es que sean buenos y obedientes a la ley del Señor?
Este, en cambio, da pan y cura, y aunque no comprendan sus palabras, se sienten
tomados en cuenta y experimentan que las penas, con pan, son menos.
Poco a poco irán
conociendo su elección, encarnación, predicación y redención, desvelándoles el
misterio, oculto desde la creación del mundo. El Verbo creador, el Hijo único
predilecto en quien el Padre se complace, ha sido manifestado en su Siervo
elegido, que pondrá en acto la justicia y el derecho mediante su omnipotente
misericordia, a través de su oblación inaudita de amor. Desvelando el sendero
estrecho que conduce a la vida, hará posible rescatar a quienes, habiendo
entrado por el ancho camino de la perdición, estaban sin esperanza y sin
capacidad de volver al pastor y guardián de nuestras almas.
La palabra nos invita
también a nosotros, que seguimos a Cristo, a reconocerlo no solo como quien
puede darnos una mejor vida, sino una vida y una salud eternas. Y no solo con
nuestras palabras, sino sobre todo con nuestras obras, haciendo su voluntad, que
sigue compadeciéndose de esta generación engañada e ignorante de su propia
miseria.
Que así sea.
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