Martes 2º del TO
Mc 2, 23-28
Queridos hermanos:
Esta palabra, a través
de un problema de discernimiento, nos habla del corazón de la ley, que es el
amor, con el que Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y
sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y las relaciones con sus
semejantes.
Entre los preceptos de
la ley, algunos son de gran importancia, como el descanso sabático, pero el
corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios, que es amor al
hombre, y busca la edificación del hombre en el amor y en la contemplación de
la gratuidad y la bondad divina que lo despeguen del interés. Para este
discernimiento respecto a la ley, es necesario tener el espíritu de la ley, que
es el amor, presente en el corazón. Solo así es posible juzgar y, en
consecuencia, actuar rectamente en cualquier circunstancia.
Las gafas para ver al
otro a través de los hechos, sin la distorsión del juicio, son el amor: “Yo
quiero amor, conocimiento de Dios”. Experiencia del amor que es Dios, que nace
del conocimiento de la propia indignidad: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado”.
A través del conocimiento de los propios pecados, se ilumina la grandeza del
amor gratuito de Dios. A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id,
pues, a aprender qué significa aquello de 'Misericordia quiero, que no
sacrificios”. Cuando san Pablo dice: “su dios es el vientre”, se refiere a
quienes están más pendientes de los ayunos que de la caridad, como veíamos
ayer.
El discernimiento capaz
de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio; distinguir entre
la letra y el espíritu de la ley, progresa con el amor: “La ciencia infla,
mientras la caridad edifica”. Pero la caridad es derramada en el corazón por el
Espíritu en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios.
Detrás del discernimiento está aquello de Tácito: “ama y haz lo que quieras”,
que cristianizó después san Agustín, porque si te guía el amor, será bueno
cuanto hagas, y aquello de: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios”: de su
poder, pero sobre todo de su misericordia. Quien tiene amor tiene
discernimiento, es sabio, mientras en el falto de amor no faltará necedad.
La misericordia de
Cristo hace que el paralítico arrastre su camilla en sábado; tocar al leproso,
y las curaciones en general, mueven los corazones a la bendición y
glorificación de Dios, y ese sí es el espíritu del sábado: poner el corazón en
el cielo, para que después le sigan el espíritu y, por último, también el
cuerpo. El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el
trabajo, siempre en búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida
celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eterno; nuestra riqueza
aquí en la tierra y nuestra meta celeste.
Cierta preocupación
social por el pobre no es de Dios, si se funda y se apoya en el enfrentamiento
con el rico a través del odio. La famosa “lucha de clases” no deja de ser una
realidad ajena al amor, que utiliza la precariedad del pobre para odiar, y cuya
paternidad oculta procede del diablo, que odia la comunión y favorece la
división.
Que así sea.
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