El Bautismo del Señor C
Is 42, 1-4.6-7; Hch 10, 34-38; Lc 3,
15-16.21-22
Queridos hermanos:
Conmemoramos el
Bautismo del Señor, que según el testimonio de Juan trae un nuevo bautismo, no
solo de conversión para el perdón de los pecados, como el suyo, sino una nueva
justicia en el fuego del amor de Dios, con el don del Espíritu Santo, que nos
sumerge en la filiación adoptiva mediante la fe en Cristo. A la penitencia
proclamada por Juan, se une la gracia que viene con Cristo:
¡Oh, Señor! ¿No fue
suficiente la humillación de tu Hijo en el Jordán para borrar nuestros pecados,
que tuvo que bautizarse en su sangre para lavarnos? ¿Tuvo que entregar su
espíritu, poniéndolo en tus manos para que lo derramases sobre nosotros? ¿Tuvo
que encender tu fuego sobre la tierra para que nosotros nos abrasáramos en él?
El Padre y el Espíritu
testifican en favor de Jesús de Nazaret, el “elegido”, el “siervo” en quien
Dios se complace y del que nos habla la primera lectura (Is 42, 1), y el
rey-mesías a quien reconoce como el Hijo por él engendrado en su “hoy” eterno
(Sal 2, 7) antes de todos los siglos, que pasó haciendo el bien y curando a los
oprimidos por el diablo como dice la segunda lectura.
San Pedro nos habla de
la unción de Cristo con el Espíritu y con poder. Cristo se somete al bautismo
de Juan como signo de acogida del enviado del Padre, porque en eso consiste la
justicia, de la que se privan los escribas y fariseos rechazándolo (cf. Lc
7,30). No la justicia de los jueces sino la de los justos, como acogida del don
gratuito de Dios y de su plan de salvación, por el cual Cristo fue hecho en
todo semejante a sus hermanos, menos en el pecado, participando con ellos de la
tentación, del dolor, y de cierta “ignorancia”, por la cual se dice en el
Evangelio que crecía en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres.
“Convenía” que Cristo
diera cumplimiento, llevara a plenitud y superara la justicia de escribas y
fariseos, plenitud de Cristo, “nuestra justicia”, necesaria para que sus
discípulos entrasen en el Reino de los Cielos (cf. Mt 5, 20).
La misión de Juan como
profeta y “más que un profeta” no es solo la de anunciar a Cristo, sino la de
identificarlo como el Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo.» Cordero o siervo. Uno y otro toman
sobre sí los pecados del pueblo para santificarlo.
Para el desempeño de su
misión, Dios mismo va a revelar a Juan quién es su Elegido en medio de las
aguas del Jordán: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y
se quedaba sobre él; ése es el que bautiza con Espíritu Santo; ése es el Elegido
de Dios.» Por fin, en Cristo, la paloma, otrora mensajera de Noé, figura ahora
del Espíritu, encuentra donde posarse y donde permanecer, habiéndose extinguido
ya las aguas de muerte del pecado. Él, en efecto, será quien dé el Espíritu sin
medida.
A partir del bautismo,
el Espíritu impulsa a Cristo al cumplimiento de su misión. El desierto será el
punto de ruptura y arranque, en el que Nazaret queda atrás y comienza su
ascenso místico a Jerusalén. Su familia se dilata acogiendo a todos aquellos que
escuchan la Palabra y la guardan, comienza el pastoreo de las ovejas perdidas
de la casa de Israel, y su pueblo se abre a los cuatro vientos para acoger a cuantos,
de oriente y occidente, del norte y del sur, vienen a sentarse con Abrahán,
Isaac y Jacob en el Reino de Dios.
También nosotros hoy,
llamados a la justicia por la misericordia de Dios, somos invitados a sentarnos
a la mesa del Reino con Cristo Jesús, por la gracia salvadora de Dios,
aguardando la “feliz esperanza” de la Vida eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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