La Presentación del Señor

La Presentación del Señor (y Purificación de la Virgen María).

(Ml 3, 1-4; Hb 2, 14-18; Lc 2, 22-40).

Queridos hermanos:

Celebramos hoy esta fiesta que popularmente llamamos “La Candelaria”, celebrada desde el siglo V en Jerusalén y desde el VII en Roma, en la que se contempla a Cristo, “luz de las gentes”, como llama Isaías al Siervo, o “luz de las naciones”, como llama Simeón al Salvador. Cristo mismo dirá: “Yo soy la luz del mundo”. El Señor, a través de Simeón y Ana, nos presenta a su Hijo como salvador, redentor, luz del mundo, gloria de su pueblo y señal de contradicción. Siempre que aparece Cristo, le acompaña la cruz, candelero en el que el Padre, Dios, ha puesto su luz para que alumbre a todos los de la casa, anunciadora de su Misterio de Pascua: muerte y resurrección: “Escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, mas para los llamados, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.”

Nosotros contemplamos hoy esta Luz entrando por primera vez en el Templo. La tradición lo hacía con las candelas encendidas, pues también nosotros, por el espíritu de Cristo, somos portadores de luz y, según las palabras del Señor, luz para el mundo. Cristo, entrando en el Templo para ser consagrado al Señor y pagando el rescate de los primogénitos, que prescribe la Escritura (Ex 13, 2.11+.12), equivalente a cien óbolos (Nm 18, 16), nos hace presente la salvación pascual de su pueblo de la esclavitud de Egipto, figura que en él va a tener pleno cumplimiento de alcance total y universal.

Además, el Evangelio de Lucas (2, 24) añade: y ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor (Lv 12, 6-8), que hace referencia a la purificación de María a los cuarenta días después del parto.

Nosotros, recordando ahora este acontecimiento profético, celebramos el memorial sacramental de su pleno cumplimiento en la Pascua de Cristo: la muerte ha sido vencida en la Pascua de este cordero inmaculado, y el faraón diabólico ha sido despojado de sus cautivos. Velemos, pues, porque el Señor nos visita con frecuencia en busca del fruto del amor que él mismo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, como luz, uniéndonos también a su misión de ser señal de contradicción y que aceptamos con nuestro amén, en la comunión de su cuerpo y su sangre.      

           Que así sea.

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Sábado 3º del TO

Sábado 3º del TO

Mc 4, 35-41

Queridos hermanos:

Esta palabra del Evangelio está cargada de simbolismos y enseñanzas, en primer lugar para los discípulos y también para todos nosotros: La noche es figura de las tinieblas del mal, el mar sinuoso es figura de la muerte; el viento contrario son la persecución y la tribulación provocadas por el odio del diablo; la otra orilla, límite del poder de la muerte y comienzo de la vida nueva; el miedo a la muerte es secuela del pecado, signo de “lo viejo”; el temor de Dios, “lo nuevo” de la fe; el sueño de Cristo, imagen de su muerte y el despertar, anuncio de su resurrección.

Cristo va a introducir a los discípulos en el mar y la noche para que tengan el encuentro personal de la fe, única respuesta ante la muerte, por la que todo hombre debe pasar. Con las palabras: “Pasemos a la otra orilla”, Cristo está invitando a los discípulos a enfrentar, atravesar y vencer la muerte junto a él y salir indemnes. Ante ellos se extiende el mar de la muerte, que es necesario atravesar para superar el límite que Dios le ha asignado, en donde se desvanece su poder. Con Cristo, la humanidad no se hundirá definitivamente en el mar, sino que, tras un tiempo de tribulación, lo atravesará a salvo.

En medio de este mar, los discípulos van a experimentar de forma insuperable el miedo a la muerte, signo de “lo viejo”, de la condición humana sujeta al pecado, que los hace esclavos del diablo de por vida (cf. Hb 2, 14s). ¿Dónde está vuestra fe? ¿Aún no es “todo nuevo” para vosotros en mí? ¿Dónde está vuestra respuesta a la muerte? ¿Aún no comprendéis que está con vosotros la Resurrección y la vida? El Señor viene a decirles: Claro está que me importa que perezcáis. Por eso tendré que dormirme entrando en el seno de la muerte para vencerla al despertar. Lo que me preocupa es que tengáis miedo de perecer estando yo con vosotros, y no seáis capaces de confiar plenamente en Dios abandonándoos en sus manos.

La experiencia de los discípulos será vital cuando tengan que enfrentar la muerte y Cristo parezca ausente. Tendrán que ser testigos de la victoria de Cristo y hacerlo presente invocando su nombre. También nosotros necesitamos hacer nuestra la experiencia de los discípulos, de que el viento y el mar obedecen al que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, de forma que no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos nuestras almas (cf. Lc 21, 18-19).

Unámonos, pues, a Cristo en la Eucaristía, diciendo amén a su entrega confiada en las manos de su Padre.

                     Así sea.

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Viernes 3º del TO

 Viernes 3º del TO

 Mc 4, 26-34

 Queridos hermanos:

         El Reino de los Cielos es una potente semilla divina de amor al hombre, que hay que dejar crecer y desarrollarse pacientemente en el seno de nuestra tierra.

El Evangelio de hoy nos habla del Reino de Dios como la gran fuerza misteriosamente oculta en la pequeñez de su semilla, que brota humildemente hasta alcanzar la plenitud del fruto por su propia virtud. Brota del germen de Israel, mostrándonos la fidelidad de Dios a sus promesas, y tiene después su desarrollo, hasta hacerse un gran árbol capaz de acoger a todos los hombres por la potencia de Dios y su amor universal, si la semilla es mantenida en el corazón de la tierra. El que llegue a ser árbol acogedor, cargado de fruto abundante, depende de la virtud y la fuerza interior de la semilla, después de haberse desarrollado como hierba, tallo y espiga. El germen divino del Reino es imprescindible, pero pide la libre acogida de nuestra voluntad, para que pueda desarrollarse en nosotros.

No son comparables los cuidados humanos necesarios, con la virtualidad de la semilla y la inmensa riqueza de la tierra. El Espíritu de Dios que se cernía sobre las aguas al principio es la acción dinámica que impulsa el Reino de Dios. La suavidad y la paciencia se alían con la fortaleza en un canto a la esperanza y a la fidelidad del Señor. Así es también su misericordia, capaz de pulverizar la más dura roca de un corazón empedernido.

La semilla del Reino necesitará de un tiempo de discernimiento, de paciencia y de confianza en la acción de Dios, durante el cual, despreciar la debilidad de lo que aparece como hierba puede frustrar la potencialidad del fruto, que es la acción de Dios. Si es semilla de fe, tendrá la potencia de mover montañas cuando llegue a la madurez del fruto en la caridad.

Todo está en función del fruto, que debe ser cortado y guardado en el granero, de la unión con Dios que es amor. Al final del trabajo está el descanso, y el amor, que está al origen, es también el impulso y la meta. Alfa y omega, primero y último, principio y fin, hasta que Dios sea todo en todos y para siempre.

El Reino de Dios es Cristo, retoño verde de Israel, escondido en la pequeñez de nuestra carne como semilla sembrada en un campo, “sin apariencia ni presencia; sin aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53, 2). El Hijo del carpintero se manifiesta Hijo de Dios y extiende sus brazos sobre el árbol de la cruz, para acoger en las ramas de su cuerpo, que es la Iglesia, a todos los hombres. La semilla divina acogida por María ha hecho posible, por obra y gracia del Espíritu Santo, el nacimiento de un pequeño niño, que ha venido a ser pueblo universal de salvación. Así ocurre en quien acogiendo el Kerigma en el corazón por la fe llega a ser un hombre nuevo, hijo de Dios, que un día se manifestará plenamente, cuando pueda ver a Dios tal cual es.

Hoy somos invitados a acoger al Señor, aunque la realidad del Reino en nosotros sea todavía débil y en apariencia despreciable. Salvación y misión son las características del Reino. Planta que necesita ser cuidada y mantenida limpia en el seno de nuestra tierra. A este Reino somos llamados y en él acogidos por la fe, para que en nosotros madure el fruto de la Caridad de Cristo. Campo donde maduran la mies y los racimos; mies segada, triturada y cocida al fuego; racimos prensados y fermentados en el lagar; pan y vino para la vida eterna. Sacrificio y Pascua de Cristo. Eucaristía a la que el Señor dará el incremento con nuestra perseverancia. “Venga a nosotros tu Reino”.          

           Que así sea

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Jueves 3º del TO

Jueves 3º del TO

Mc 4, 21-25

Queridos hermanos:

Dios envía su palabra a realizar una misión, y en aquel que la escucha produce un fruto según la medida de cada cual. La palabra nos ilumina y nos hace crecer en el conocimiento de Dios y de su amor, uniéndonos a su misión salvadora, que habiéndonos alcanzado nos envía: “Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros.”

Cristo es la luz del Padre que ha sido encendida, como lámpara, sobre el candelero de la cruz, para iluminar las tinieblas del mundo. Dice el Señor: “Atended a cómo escucháis,” porque se puede despreciar el don de Dios que es Cristo y hacer vana la gracia que nos salva.

“Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna,” y esta luz se nos ha mostrado como amor radiante en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Cristo mismo ha dicho: “Yo soy la luz,” y esta luz, Dios la ha mostrado en el candelero de su carne crucificada, para que todos seamos iluminados por la fe, y podamos recibirla en nuestros corazones, para que también nosotros podamos llevarla al mundo.

Esta luz que es Cristo, luz de Dios, amor del Padre, es una gracia de su misericordia, que debe ser acogida y defendida, para que fructifique en nosotros. Por eso dice el Evangelio que al que tiene se le dará y al que no tiene, porque ha rechazado lo que se le ofrecía gratuitamente, hasta lo que tiene se le quitará. El Padre ha encendido su luz, para que Cristo la encienda en nosotros y nosotros en el mundo, de manera que huyan las tinieblas y el mundo se transforme en luz.

Una luz que no ilumina, que se oculta, no tiene razón de ser en este mundo ni en el otro, como la sal que no sala o el talento que se entierra, y está destinada a permanecer eternamente en tinieblas.

Para entender esto, basta recordar nuestra condición personal de libertad, que determina nuestra capacidad de amor, y por tanto nuestra posibilidad de comunión con Dios, para la que hemos sido elegidos antes de la creación, y destinados a ser santos en su presencia por el amor, porque si nos amamos, Dios permanece en nosotros y nosotros en Dios. 

Toda respuesta cristiana a esta llamada es, por tanto, una inmolación a semejanza de la de Cristo, de la que participa toda la creación. Un verdadero sacrificio agradable a Dios, destello de su amor, con el que nos amó en Jesucristo.

Cuando todo llegue a su fin y sólo permanezca el amor, la luz que hayamos alcanzado a ser, se unirá a la luz de Dios en una vida perdurable. Mientras tanto, en la Eucaristía, nos unimos a la carne de Cristo, sacramentalmente, y entrando en comunión con la voluntad de Dios, nos hacemos vida para el mundo.

            Que así sea.

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Miércoles 3º del TO

Miércoles 3º del TO

(Hb 10, 11-18; Mc 4, 1-20)

Queridos hermanos:

Como todas las parábolas, ésta tiene una enseñanza y una finalidad específica: abrir el oído de los oyentes, para que dispongan su corazón lo mejor posible a la recepción de la Palabra, porque hay disposiciones del corazón que pueden impedir que pueda fructificar.

La parábola nos habla, en efecto, acerca del combate entre la fuerza del Evangelio y la seducción que el mal le opone para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra carne, llena de impedimentos: El camino, en la parábola, hace presente la dureza del corazón pisoteado por los ídolos. Las piedras son los obstáculos del ambiente que presentan el mundo y la seducción de la carne. Las riquezas son los espinos. En definitiva, nuestra naturaleza caída ofrece resistencia a la acción sobrenatural de la gracia y necesita su ayuda; un perseverante cuidado y atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra acoja la Palabra con un corazón bueno y recto, como dice san Lucas (8, 15). Dios es el agricultor, por lo que necesitamos estar unidos a él y dejarnos limpiar y trabajar por su voluntad amorosa. 

Para eso, la Palabra, como la semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre puede recibir según su capacidad, preparación y libertad, ya que el fruto para el que ha sido destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el hombre hace que la Palabra no vuelva al que la envió vacía, sino después de fructificar.

Velar, esforzarse, perseverar, permanecer y hacerse violencia son palabras que nos recuerdan la necesidad del combate en la vida cristiana, figurado en el trabajo necesario para obtener una buena cosecha. “Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca”. “Mirad, pues, cómo escucháis”; mirad cuál sea el tesoro de vuestro corazón, porque el hombre bueno, del buen tesoro del corazón, saca lo bueno. Según san Mateo, la buena tierra es: “El que escucha la palabra y la comprende” (cf. Mt 13, 23). Podemos hacer una distinción entre entender y comprender la palabra, de la misma manera que lo hacemos entre oírla y escucharla. Mientras el entender se resuelve en la mente, el comprender puede involucrar una profundización; un descenso al corazón, donde queda implicada también la voluntad; en definitiva, se trataría de su incorporación al propio ser.

El sembrador “sale”, porque la iniciativa es suya, haciéndose accesible a nuestra percepción, como dice san Juan Crisóstomo, y sale para darnos la “comprensión” de los misterios del Reino, entrando en nuestra intimidad, subiéndonos a su barca a reparo de las olas de la muerte, como dice san Hilario.

A pesar de los impedimentos, la potencia del fruto supera siempre las expectativas humanas; sobreabunda hasta la plenitud sobrenatural en Cristo, del ciento por uno.  

            Que así sea.

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Martes 3º del TO

Martes 3º del TO

Mc 3, 31-35

Queridos hermanos:

Cuando Dios Padre decide la encarnación de su Hijo, inmediatamente le prepara una familia en la tierra: una madre inmaculada, María, y un padre justo, José. Ya sabemos que su único y verdadero Padre, celeste, lo engendró desde toda la eternidad. Además, el Padre ha querido que su Hijo tuviera también hermanos, que como nos ha dicho el Evangelio, son aquellos que hacen la voluntad de Dios, y ha querido dotarlos de las mismas cualidades de sus padres terrenos: inmaculados como María y justos como José. En efecto, a quienes llama, les quita sus pecados por el bautismo y los hace justos por la fe. Para permanecer siendo “madres y hermanos” de Cristo, necesitamos defender esta gracia, que se pierde por el pecado, apartándonos de la voluntad de Dios.

Aquellos en los que la palabra prende y permanece, dando fruto, son la familia de Jesús, porque reciben su Espíritu. Dice Jesús en el Evangelio: “La carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida”. Como dice san Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos”. La vida y la muerte se corresponden con la fe y la incredulidad. El Evangelio pone de manifiesto la incredulidad de sus parientes respecto de Cristo, al que consideran “fuera de sí” (Mc 3, 21), y de su pueblo, que trata de despeñarlo de su ciudad de Nazaret (Lc 4, 29). “Ni siquiera sus hermanos creían en él” (Jn 7, 5). En cambio, destaca la fe de paganos y extranjeros, últimos que serán primeros. Cristo conoce perfectamente esta cerrazón cuando dice que ningún profeta es bien recibido en su patria (Lc 4, 23-24) y en su casa carece de prestigio (Mt 13, 57).

Jesucristo ha venido a unir con los lazos de la fe, en un mismo espíritu, a todos los hombres para formar la familia de los hijos de Dios, que conciben, gestan y dan a luz a Cristo. Lo conciben por la fe, lo gestan por la esperanza y lo dan a luz por la caridad.

Por encima de parentescos y patriotismos, Cristo viene a llamar a toda carne a su hermandad y maternidad; a la filiación adoptiva. Los lazos de la carne son naturales, mientras que los de la fe son sobrenaturales, vienen del cielo. Cristo afirma los lazos de la fe, por la que se acoge la palabra de Dios hecha carne en Él, y fructifica en el corazón. Por la fe, se recibe el espíritu de Cristo como verdadero parentesco.

¿Cómo podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar padre y madre si él mismo no lo pusiera en práctica? Por encima de los lazos carnales están los misterios del amor del Padre, su voluntad, su envío.

 La carne dice: “Dichoso el seno que te llevó”. El Espíritu, en cambio, dice: “Dichosa tú que has creído”. Dichosos los que han creído, guardado y visto fructificar en ellos la Palabra hecha carne. Los parientes que permanecen fuera invocando la carne no son tan dignos de consideración como los “extraños”, que dentro, acogen la enseñanza del Hijo, que da paso a una auténtica hermandad y maternidad. A esta fe somos llamados también nosotros, para que podamos dar a luz a Cristo y ser con él, hijos de su mismo Padre.

Hoy la palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar para llegar a amar.

Que así sea.

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Lunes 3º del TO

Lunes 3º del TO

 Mc 3, 22-30

 Queridos hermanos:

             

            Esta palabra nos habla del espíritu de Cristo, que no ha venido a juzgar, sino a perdonar y salvar, derribando a Satanás de la altura a la que nuestros pecados lo habían encumbrado. En este Evangelio, los escribas le acusan de estar endemoniado, por su autoridad sobre los demonios, y hacen ineficaz la salvación de Dios en ellos por su ceguera para reconocer al Espíritu en él; por la dureza de su corazón, que les hace rechazar a Dios.

Frente a Cristo, toda la realidad se divide en dos: o con Cristo o contra él. Toda la historia y toda la creación tienden, por tanto, al encuentro con él, constituido como puerta, camino y meta de la existencia hacia la bienaventuranza eterna. Frente a la realidad del mundo sometido a Satanás y a la muerte por el pecado, la vida de Dios se ofrece gratuitamente al hombre por medio de Cristo, que nos rescata por su cruz. Quien se queja de la radicalidad del Evangelio es siempre el “tibio”, del que dice el libro del Apocalipsis, que será vomitado.

Los judíos del Evangelio acusan al Señor de estar endemoniado. Su ceguera les impide reconocer en Cristo al Espíritu, a quien llamamos “Dedo de la diestra del Padre” (Digitus paternae dexterae), ya que, por él, Dios hace sus obras de forma semejante a como el hombre se vale de sus manos para realizar las suyas; así, la dureza de su corazón les hace rechazar a Dios, atribuyendo sus obras al diablo, verdadera blasfemia contra el Espíritu Santo. De nuevo se requiere el discernimiento que da el amor a Dios.

Si lo propio del demonio es la maldad y no la bondad, dañar, no curar, ¿cómo va a dedicarse a hacer el bien, librando a los hombres de su poder? Jesús dirá: “También el poder de curar de mis discípulos y de vuestros hermanos e hijos, ¿es diabólico? Pues si no lo es, ellos os juzgarán por vuestra incredulidad y falsedad”. Necesitamos tener discernimiento, para que nuestros juicios no se vuelvan contra nosotros y nos condenen por no haber acogido la salvación gratuita de Dios que se nos ofrece con Cristo.

Sólo quien es más fuerte que el diablo puede vencerlo y expulsarlo, despojándolo de su botín. Su fuerza resalta nuestra debilidad, pero es insignificante frente a la fuerza de Dios que está en Cristo. Curando y expulsando demonios, Cristo hace patente su poder sobre ellos, venciendo a quien se ha hecho fuerte por el pecado y expulsando a Satanás.

Rechazar a Cristo es someterse a Satanás, que, al encontrar la casa vacía, la ocupa con otros siete demonios para la perdición del hombre, haciéndolo cómplice de su obra destructora. En relación con la fe, no hay vía intermedia. Los “no alineados”, como se decía frente a los bloques de la Guerra Fría, son una falacia en la vida espiritual. La Escritura habla sólo de dos caminos: la muerte y la vida; elige la vida para que vivas. “Quien no recoge conmigo, desparrama”. Por eso, si respondemos “Amén” a la entrega de Cristo en la Eucaristía, comiendo su carne y bebiendo su sangre, lo hacemos para tener vida eterna en él.    

Que así sea.

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Domingo 3º del TO C (de la Palabra)

Domingo 3º del TO C (de la Palabra)

Ne 8, 2-4.5-6.8-10; 1Co 12, 12-30; Lc 1, 1-4; 4, 14-21.

Queridos hermanos:

Dios ha manifestado a su pueblo su palabra por inspiración de su Espíritu. Los hombres han profetizado hablando en su nombre y se han escrito sus oráculos para nuestra edificación, apuntando siempre a una plenitud de salvación en la persona del “Profeta” por excelencia (Dt 18, 15-18), que encarnaría su Palabra, dándonos su Espíritu sin medida. La Iglesia ha reconocido como inspirados cuatro Evangelios, entre otros muchos que se han escrito.

El Evangelio según san Lucas nos muestra hoy el comienzo de la predicación de Jesús en Galilea, admirado por todos, sorprendidos por las palabras llenas de gracia que salen de su boca, en contraste con la predicación legalista tradicional, tratándose de Jesús, el hijo de José, a quien creen conocer bien por su vecindad.

Cristo se presenta reivindicando para sí mismo el misterio sobre la profecía mesiánica de Isaías (Is 61, 1-2), lo que le acarreará la ira de sus paisanos, como se menciona en los versículos 28 y 29. Él es el ungido (Cristo) del Señor, para abrir el “año de gracia” y quien debe asumir sobre sí el “día de venganza de nuestro Dios”, con el que termina el segundo versículo del oráculo de Isaías, y que Jesús no menciona en público, como lo hará después a sus discípulos, para no alimentar las falsas expectativas mesiánicas que pueden dificultar su ministerio. 

De este oráculo, en efecto, el pueblo esperaba la eliminación de la injusticia reinante, una liberación temporal de tipo político, con la consiguiente humillación de sus opresores romanos, y no entraba en sus cálculos una redención que en primer lugar implicara para ellos una llamada a conversión, que alcanzara también a los enemigos (cf. Is 63, 4). Trascendiendo los límites de su elección personal como pueblo consagrado a Dios y pueblo de su propiedad, esta profecía acogería también a los demás pueblos, haciéndolos objeto de una misericordia divina, tan grande como su justicia. Cristo, con su entrega, va a satisfacer tanto la misericordia, como la justicia, obteniendo así la complacencia del Padre (cf. Is 42,1; Mt 3, 17). En efecto, Dios es tan infinitamente justo, como misericordioso, y hará justicia de todo el mal que hayamos cometido hasta el final de los tiempos, pero esa justicia recaerá sobre Cristo, que se entrega a la muerte para el perdón de los pecados. El “año de gracia” que Cristo proclama, dejando en suspenso momentáneamente su justicia, escandaliza farisaicamente a los judíos, como también lo hace en nuestro tiempo, a aquellos que no han recibido aún el discernimiento del Espíritu por su falta de fe. El año de gracia consiste en acoger el perdón de Cristo, en el que Dios ha hecho justicia de todo el mal del mundo. Cuando el Señor regrese en su segunda venida, habrá concluido el “año de gracia”, en el que todo pecado es perdonado, acogiendo la misericordia de Dios por el Evangelio, y comenzará el “juicio”, sin misericordia, como dice la carta de Santiago, para quien, no habiendo acogido la misericordia de Dios, que se ofrece gratuitamente por la fe en Cristo, no la ha recibido, y por tanto no ha “practicado la misericordia” de la que carece.

Dios no va a bendecir la corrupción saducea, la actitud cismática de los esenios, el rigorismo fariseo, ni el terrorismo de sicarios y zelotes, y abriendo el “año de gracia” a través de la entrega de su Hijo, llamará en primer lugar a conversión a su pueblo, las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Dios es amor, y su palabra es siempre un testimonio suyo que viene a curar y salvar, por lo que aun cuando reprenda y corrija llamando a conversión, debe siempre recibirse con gozo y con reverencia, porque en ella están nuestra alegría y nuestra fortaleza, como nos ha mostrado la primera lectura.

San Pablo nos presenta la comunión entre los miembros de Cristo congregados por la efusión de su sangre, que derribando el muro del odio que separa a los pueblos, crea un culto común de adoración al Padre, en Espíritu y Verdad, y hace de judíos y gentiles un nuevo pueblo, con una nueva cultura, que forma una nueva civilización en el amor y la unidad: “Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.”

La Eucaristía viene a encontrarnos en nuestra situación de viadores para introducirnos en su misterio de gracia y santificación, fortaleciendo nuestra adhesión a Cristo, Palabra del Padre, Luz de las gentes y Pan de vida eterna.    

Proclamemos juntos nuestra fe.

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La Conversión de san Pablo

La Conversión de san Pablo

Hch 22, 3-16 o Hch 9, 1-22; Mc 16, 15-18

Queridos hermanos:

En esta fiesta de la conversión del apóstol Pablo, la liturgia de la palabra nos presenta en la primera lectura la descripción de la gracia tumbativa concedida a Saulo de Tarso, para constituirlo en anunciador del Evangelio a todo el occidente, abriéndose al mundo griego y a la diáspora judía. Puede sorprendernos, como a Ananías, la elección del Señor y la inmensidad de la gracia que le fue dada, pero también las pruebas que le esperaban en la misión eran enormes.

Tanto en la elección como en los envíos de los doce y los setenta y dos discípulos, la predicación del Evangelio es fundamental. San Pablo dirá: “Sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda criatura bajo el cielo" (Col 1, 23); San Marcos dirá que: “Es preciso que sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones" (Mc 13, 10); San Lucas dice en los Hechos: “Recibiréis una fuerza cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8); o como dice Mateo (Mt 28, 18-20): “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”

La urgencia y la necesidad del anuncio del Evangelio sólo se pueden comprender si somos conscientes de que, por la acogida del Kerigma, se actúa la salvación mediante la fe que nos alcanza el Espíritu Santo. La predicación del Evangelio no tiene como finalidad la instrucción, sino la regeneración de toda la creación.

La creación, en efecto, fue sometida a la frustración por la muerte, consecuencia del pecado, y ha sido vaciada de su sentido instrumental para la realización del plan de Dios. La humanidad destinada a la gloria quedó impedida para la comunión con Dios, y las tinieblas volvían de nuevo a cernirse sobre el mundo. San Pablo dice que la creación gime con dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios.

Cristo resucitado ha recibido todo poder y en su nombre obedecen el cielo y la tierra; el mal y la muerte retroceden ante el Evangelio de la gracia de Dios, que se convierte en paradigma de salvación para aquel que se abre a su acción por la fe: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Los que crean hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”

San Pablo es instrumento de elección para la propagación del Evangelio. Hoy conmemoramos que esta gracia de Dios enviada a su Iglesia, para la propagación de su salvación al mundo entero, no ha sido estéril en San Pablo, y bendecimos por él al Señor.  

           Que así sea.

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Viernes 2º del TO

Viernes 2º del TO

Mc 3, 13-19 

Queridos hermanos:

El Señor eligió a los apóstoles de entre sus discípulos, después de una noche de oración, para que estuviesen con él y para enviarlos a predicar. Como columnas de la Iglesia, los apóstoles serán los primeros testigos del Evangelio en Judea, y después en todo el mundo. Mientras manda callar a los espíritus malignos, a los apóstoles les manda predicar. Dice el Evangelio que acudieron muchos de la región de Tiro y Sidón, como primicia de los gentiles a los que ellos deberían congregar. La tradición los considera mártires, y el Apocalipsis los coloca como fundamentos de las celestiales puertas de la ciudad dorada de los elegidos, desposada e iluminada por el Cordero degollado, en la que sus hijos son consolados con consolación eterna en la nueva Jerusalén.

También nosotros, que hemos sido asociados por el Señor al ministerio de los apóstoles, somos llamados a estar con él donde se encuentre: en los pobres, en los enfermos, en la liturgia, en el cielo con la oración, y con los pecadores cuando acuden a curarse acogiendo la gracia de la conversión.

El número doce hace presente al Israel elegido y depositario de las promesas, y representa la continuidad de las bendiciones dadas a Abrahán y su descendencia, en las que serían bendecidas todas las naciones. Cristo, retoño de David, perpetúa la realeza y la elección de Israel que se abre a los gentiles a través de la misión de predicar comunicada a los denominados “apóstoles”, nombre nuevo para la vida nueva que, recibida del Espíritu Santo, los envía a iluminar el mundo y salar la tierra para la “regeneración” de la creación entera.

Heraldos del Evangelio y maestros de las naciones hasta los confines del mundo, lo sumergirán en las aguas de vida eterna que brotan del costado de Cristo y saciarán la sed sempiterna de la humanidad redimida. 

¡Oh, apóstoles de Cristo glorificados por el testimonio de vuestra sangre, derramada como la de Cristo, que os ha nutrido y con la que habéis abrevado a todos los pueblos para la vida eterna!

Pedro, Andrés, Santiago y Juan; Felipe, Mateo, Bartolomé y Tadeo; Santiago el de Alfeo, Tomás, Simón el Cananeo y Matías, elegido en lugar del desertor.

Unámonos a ellos en nuestra bendición, exaltación, glorificación y acción de gracias al Padre que nos dio a su Hijo como propiciación por nuestros pecados, resucitándolo para nuestra justificación. A Él la gloria, el poder, el honor y la alabanza, por los siglos de los siglos. 

  Que así sea.

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Jueves 2º del TO

Jueves 2º del TO

Mc 3, 7-12

Queridos hermanos:

El Evangelio nos presenta la misericordia del Señor, desbordado por la muchedumbre, necesitada de la palabra y también de ayuda física y de liberación de los espíritus inmundos que, al verlo, lo reconocen. El Señor se compadece de la miseria humana, buscando, no obstante, su salvación eterna, por la que dará su vida.

El Señor, en numerosas ocasiones, tratará en vano de imponer silencio a los favorecidos con alguna curación y a los mismos espíritus inmundos, porque la idea falsa que el pueblo tenía del Mesías representaba un obstáculo para su misión de anunciar el Reino de Dios, que no venía a liberarlos de los poderes de este mundo, sino del pecado que los esclavizaba. Para ello, debía subir al trono de la cruz, arrastrando tras de sí a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Por eso, procura que el sentido de su misión no sea tergiversado por un éxito aparente y por una exaltación distinta a la que la voluntad amorosa y salvadora del Padre le tiene preparada en el seno doloroso de su amor redentor. Nuestra razón miope del plan de Dios muchas veces es incapaz de discernir, en medio de los acontecimientos aparentemente contradictorios, la grandiosidad infinita del amor, de la sabiduría y del poder de Dios. 

Con frecuencia, las masas que siguen al Señor van en busca de soluciones a sus problemas físicos, económicos o afectivos, pero son incapaces de profundizar en sus palabras por no comprender su verdadera precariedad existencial. ¿Qué les va a decir un predicador más, que ya no sepan, si no es que sean buenos y obedientes a la ley del Señor? Este, en cambio, da pan y cura, y aunque no comprendan sus palabras, se sienten tomados en cuenta y experimentan que las penas, con pan, son menos. 

Poco a poco irán conociendo su elección, encarnación, predicación y redención, desvelándoles el misterio, oculto desde la creación del mundo. El Verbo creador, el Hijo único predilecto en quien el Padre se complace, ha sido manifestado en su Siervo elegido, que pondrá en acto la justicia y el derecho mediante su omnipotente misericordia, a través de su oblación inaudita de amor. Desvelando el sendero estrecho que conduce a la vida, hará posible rescatar a quienes, habiendo entrado por el ancho camino de la perdición, estaban sin esperanza y sin capacidad de volver al pastor y guardián de nuestras almas.

La palabra nos invita también a nosotros, que seguimos a Cristo, a reconocerlo no solo como quien puede darnos una mejor vida, sino una vida y una salud eternas. Y no solo con nuestras palabras, sino sobre todo con nuestras obras, haciendo su voluntad, que sigue compadeciéndose de esta generación engañada e ignorante de su propia miseria.  

Que así sea.

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San Vicente Mártir

San Vicente Mártir

Hb 7, 1-3.15-17; Mc 3, 1-6

En Valencia: Eclo 51, 1-12; Rm 8, 35.37-39; Mt 10, 17-22 o Jn 12, 24-26

Queridos hermanos:

Recordamos hoy al patrono de Valencia, el diácono Vicente (vencedor), llegado a la ciudad para implantar con el testimonio de su sangre la fe de Cristo, que en el transcurso de la historia ha fructificado abundantemente en santidad y cuyo fruto perdura aún hoy, en estos “tiempos recios”, en los que nos toca a nosotros tomar el testigo de una vida cristiana que siga siendo luz en medio de las tinieblas que pretenden enseñorearse en nuestras vidas.

Hay persecuciones porque sigue habiendo lobos, o gente seducida por el lobo, que suelen vestirse con piel de oveja. No hay que provocar la persecución, sino actuar con prudencia ante quienes engañan, con la astucia que saben utilizar los malos para sus maldades. Con todo, la persecución no faltará. Dios, que la permite, hará que produzca fruto mediante el testimonio del Espíritu, y sea un medio de conversión para nosotros y para el mundo que no lo conoce o se ha apartado de Él.

Como dice San Agustín: Si el que nos parece el peor se convierte, puede llegar a ser el mejor; y si el que nos parecía el mejor se pervierte será el peor. Nuestro trabajo es prestar libremente y de buen grado nuestro cuerpo, y el fruto será Dios quien lo dé muy por encima de nuestras capacidades. Él inspira a quien habla en su nombre y convierte a quien escucha con un corazón recto.

El protomártir en Valencia, Vicente, como Esteban, nos pone de manifiesto no solo la negación real a los discípulos en aquel ambiente del rechazo a Cristo, sino su condición frente al mundo, siempre en constante oposición a su misión: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel. Señal de contradicción”. Esa es la condición del cristiano y deberá serlo en cada generación, según la visión profética del Señor: Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán. Yo, al elegiros, os he sacado del mundo. “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado primero, porque no han conocido ni al Padre ni a mí”.

Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, y mi espíritu hablará por vosotros, dándoos una sabiduría a la que no podrá contradecir ningún adversario vuestro; también hablaré ante el Padre en defensa vuestra, mostrándole mis llagas gloriosas que os purifican de todo pecado y de todo mal; os fortaleceré para que podáis perseverar hasta el fin, en el testimonio que se os asignará para salvación del mundo, y que os salva a vosotros desde ahora: Veréis el cielo abierto y al Hijo del hombre en pie a la derecha del Padre.

Caridad y anuncio son inseparables y se corresponden mutuamente: Cristo es el cumplimiento de las profecías, al que tienden todas las Escrituras y la misma historia de la salvación humana. Vicente recibe el Espíritu del Señor y junto a su sangre ofrece a Dios el perdón de sus enemigos, como digno discípulo del Señor crucificado por él.

Así se propagará su testimonio precioso por el mundo romano, y llegará hasta nosotros, como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50,13). Con la persecución hacemos presente al Señor, que nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa, desde su cuna hasta el sepulcro.  

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Martes 2º del TO

Martes 2º del TO 

Mc 2, 23-28

Queridos hermanos:

Esta palabra, a través de un problema de discernimiento, nos habla del corazón de la ley, que es el amor, con el que Dios ha querido relacionarse con el hombre, dando vida y sentido a su existencia, por encima de sus ocupaciones y las relaciones con sus semejantes.

Entre los preceptos de la ley, algunos son de gran importancia, como el descanso sabático, pero el corazón de todos ellos es el amor, porque proceden de Dios, que es amor al hombre, y busca la edificación del hombre en el amor y en la contemplación de la gratuidad y la bondad divina que lo despeguen del interés. Para este discernimiento respecto a la ley, es necesario tener el espíritu de la ley, que es el amor, presente en el corazón. Solo así es posible juzgar y, en consecuencia, actuar rectamente en cualquier circunstancia.

Las gafas para ver al otro a través de los hechos, sin la distorsión del juicio, son el amor: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios”. Experiencia del amor que es Dios, que nace del conocimiento de la propia indignidad: “Si fuerais ciegos no tendríais pecado”. A través del conocimiento de los propios pecados, se ilumina la grandeza del amor gratuito de Dios. A los judíos faltos de discernimiento, Jesús dirá: “Id, pues, a aprender qué significa aquello de 'Misericordia quiero, que no sacrificios”. Cuando san Pablo dice: “su dios es el vientre”, se refiere a quienes están más pendientes de los ayunos que de la caridad, como veíamos ayer.

El discernimiento capaz de distinguir y valorar lo importante frente a lo accesorio; distinguir entre la letra y el espíritu de la ley, progresa con el amor: “La ciencia infla, mientras la caridad edifica”. Pero la caridad es derramada en el corazón por el Espíritu en aquellos que creen, acogiendo en su vida la voluntad de Dios. Detrás del discernimiento está aquello de Tácito: “ama y haz lo que quieras”, que cristianizó después san Agustín, porque si te guía el amor, será bueno cuanto hagas, y aquello de: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios”: de su poder, pero sobre todo de su misericordia. Quien tiene amor tiene discernimiento, es sabio, mientras en el falto de amor no faltará necedad.

La misericordia de Cristo hace que el paralítico arrastre su camilla en sábado; tocar al leproso, y las curaciones en general, mueven los corazones a la bendición y glorificación de Dios, y ese sí es el espíritu del sábado: poner el corazón en el cielo, para que después le sigan el espíritu y, por último, también el cuerpo. El sábado, liberando al hombre de la maldición que pesa sobre el trabajo, siempre en búsqueda del sustento, le concede un anticipo de la vida celeste, en la que Dios será nuestro único sustento eterno; nuestra riqueza aquí en la tierra y nuestra meta celeste.

Cierta preocupación social por el pobre no es de Dios, si se funda y se apoya en el enfrentamiento con el rico a través del odio. La famosa “lucha de clases” no deja de ser una realidad ajena al amor, que utiliza la precariedad del pobre para odiar, y cuya paternidad oculta procede del diablo, que odia la comunión y favorece la división.  

Que así sea.

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Lunes 2º del TO

Lunes 2º del TO (cf. dgo. 8 B; sab 13).

Mc 2,18-22

Queridos hermanos:

El Evangelio nos presenta ya la alegría de las bodas con la presencia del novio y anuncia el ayuno cristiano como actitud ante la ausencia del esposo, para excitar el deseo de su presencia pascual. Uno es el ayuno en la expectación y otro en la separación. Sin el consuelo del esposo, cualquier otro consuelo, si no es ilícito, al menos es vano e impropio del amor, que recurre al ayuno.  

La novedad del encuentro con Cristo es incomprensible para los judíos que carecen de la experiencia de la consolación del Espíritu ante la fragilidad de la carne y la tensión de la concupiscencia.

Como Cristo, los discípulos se someterán al combate del desierto, como testimonio de su total sumisión de amor al Padre, que les lleva a dejarse conducir por el Espíritu hasta la muerte y muerte de cruz en favor de los hombres.

Juan y sus discípulos, como los judíos, viven la ausencia y excitan la espera de aquel que aún no han conocido, aunque está en medio de ellos. En cambio, los discípulos de Cristo, en plena efervescencia del vino nuevo que han degustado en el encuentro con Cristo, gozan ahora de su presencia, y escandalizan a los judíos “piadosos” (escándalo farisaico, por inexperiencia del gozo del Espíritu), que se dejan llevar por la envidia, viendo la libertad y la alegría que los mueve. No pueden comprender que haya comenzado el banquete de bodas en el que rebosa el vino nuevo, y ellos sigan ignorantes y excluidos. Lo mismo ocurre con aquellos que, aun siguiendo a Cristo, van cayendo en lo anodino de la rutina, mientras a su alrededor surgen grupos llenos de la efervescencia del vino nuevo.

Cuando se separa de ellos el esposo y parece ocultarse en las pruebas, los discípulos tienen la consolación del Espíritu, y en medio de la separación, su recuerdo se hace “memorial” perpetuo y gozoso, mientras dura la espera de su regreso, relativizando la aflicción de su ayuno en una entrega amorosa que invoca al Señor: ¡Retorna!, como la esposa del Cantar.

Privarse de alimento es nada ante el quebranto que significa ser privados de la presencia del que aman, cuya cercanía los unía al Padre, inflamándolos en la esperanza de la vida eterna en la comunión fraterna.

Volver al sinsentido de una vida sin la presencia física de Cristo es ciertamente el tremendo ayuno, solo soportable por la consolación del Espíritu, que clama en lo profundo del corazón: ¡Abbá, padre!

Sin Cristo y sin la unción del Espíritu que centra la relación con Dios en el amor, tanto los discípulos de los fariseos como los de Juan necesitan ejercitarse con frecuencia en el combate contra la carne, en el que tiene su sentido el ayuno, pero que no debe dejar de ser más que un medio para dar preponderancia al espíritu. Hacer del ayuno un valor en sí mismo, un fin, y no un mero instrumento al servicio del amor, es lo que lleva a los fariseos a criticar a Cristo que come y bebe, y a sus discípulos que no ayunan. Ese es el valor que da el mundo a las dietas y a las privaciones, a las que san Pablo alude cuando dice a los filipenses, refiriéndose a los judíos: “su dios es el vientre” (Flp 3,19).

La aflicción del ayuno tiene sentido solamente ante la ausencia del esposo, que conduce a la negación de toda complacencia que pueda significar olvido, y a toda consolación, alternativa de su ansiada presencia amorosa: “Si me olvido de ti, Jerusalén…”

El tiempo de la expectación que gime y clama por la venida del Salvador ha terminado, y Juan se goza con su presencia y transfiere sus discípulos al esperado de todas las gentes, mientras él termina su carrera y se prepara a recibir la corona de gloria que le espera.

Para san Pablo, la comunidad cristiana es la esposa a la que él asiste como amigo del esposo, contemplando en ella la acción del Espíritu de Dios.

En Cristo, el esposo que ama, embellece y enriquece a su esposa con la dote de su Espíritu, nosotros somos llamados a una relación de amor con Dios. Somos invitados a participar de la alegría de la fiesta nupcial en su reino. La esposa es santificada por la santidad del esposo, llevándola a la plenitud de su amor, y ella sale a su encuentro en el desierto para escuchar su voz y dejarse seducir por él.

           Que así sea.

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Domingo 2º del TO C

Domingo 2º del TO C

Is 62, 1-5; 1Co 12, 4-11; Jn 2, 1-12

Queridos hermanos:

La palabra de este segundo domingo del tiempo ordinario contempla una de las principales manifestaciones de Cristo recogidas en la liturgia. Los evangelios nos presentan aquellos acontecimientos de la vida de Cristo que caracterizan su misión, sin detenerse en anécdotas biográficas más o menos entrañables. Por este motivo, con frecuencia, son una referencia de las principales fiestas judías, que, de hecho, marcan hitos importantes de la intervención de Dios en la historia de su pueblo.

La primera lectura sitúa toda la narración en torno a la metáfora matrimonial para describir las relaciones de Dios con su pueblo. En efecto, Cristo ha venido a desposar a la humanidad entera, en medio del gozo del vino nuevo de su amor, que se hará Alianza Nueva y Eterna en la cruz. Esta será su “hora”, consumación de su entrega, y glorificación definitiva del Nombre de Dios, anticipada simbólicamente ante su nueva familia: su madre y sus hermanos, los primeros discípulos, con los que comienza a estrechar los lazos de su fe, para emprender con ellos una vida nueva hacia la casa del Padre, arrastrando tras de sí a la humanidad entera.

El Evangelio nos muestra en esta primera señal la anticipación de aquella sangre con la que realizará los esponsales definitivos y eternos que Dios sellará efectivamente con su pueblo, cuando se apiade de su miserable condición, en la que falta el vino del amor, la fiesta y la alegría, y selle con ellos una alianza eterna, entregándoles el Espíritu de Cristo. Será el Espíritu, como dice la segunda lectura, quien derramará en el corazón de los fieles el amor de Dios, y con él, la fiesta y la alegría del perdón y la misericordia. Así, la Iglesia, esposa de su amor, será embellecida, sin mancha ni arruga y adornada de los carismas con los que el Esposo la habrá enriquecido.

El que Cristo acuda a estas bodas con su madre puede entenderse como un acontecimiento familiar, de parentela o de vecindad, pero que se haga presente con sus discípulos anuncia, además, una nueva familia y una nueva vida, en la que, después del bautismo, es conducido por el Espíritu Santo, con la misión de salvar a la humanidad. No está presente sólo, por tanto, el hijo de María, sino el Cristo, el Maestro y el Señor, que viene a proveer el vino nuevo del amor de Dios, mediante el perdón del pecado de la humanidad, cuya madre fue aquella “mujer”, Eva, que alargó su mano al árbol prohibido. Ahora, subiendo a Jerusalén, entregará a la nueva “mujer”, María, una nueva descendencia nacida de la fe y redimida del pecado, representada por el discípulo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. También nosotros, en ella, “tenemos a nuestra madre”, porque si de Eva nos vino la ruina, de María nos ha venido el Salvador y la gracia.

Como a los criados, también a nosotros, María nos dice: “Haced lo que Él os diga”. Pero lo que Cristo ha dicho a los sirvientes: “Llenad las tinajas de agua”, es algo que, estando en su capacidad, puede parecer irrelevante e incluso sin ningún sentido en aquel trance. También en nuestra vida, Dios puede pedirnos cosas que no comprendemos, y si no sacrificamos nuestra razón, no dejamos actuar al Señor.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 1º del TO

Sábado 1º del TO

Mc 2, 13-17

Queridos hermanos:

A través de la llamada a Mateo, Cristo busca a los pecadores: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores; no necesitan médico los sanos sino los que están mal". Mientras Cristo se acerca a los pecadores, aquellos fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos. Quizá estos fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo que sí carecen por completo es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: "Id, pues, a aprender qué significa Misericordia quiero, que no sacrificio". De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no los lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.

Ser cristiano es amar, y no sólo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es tiempo de salvación. Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de progreso en la caridad, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este itinerario es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores y testificamos el amor de Dios en nosotros. La palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable que no sólo cura como vemos en el Evangelio, sino que regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: "este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida". También a Nicodemo le dice Jesús: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios".

Se trata, por tanto, de un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo, por tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra lleva consigo la fecundidad que trae fruto, y que en Abrahán se hace vida más fuerte que la muerte en la fe y en la esperanza; pacto eterno de bendición universal.

La Misericordia de Dios se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado la Vida por la acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva. Conocer este amor de Dios es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe, contra toda desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos. Para aprender este conocimiento de Dios y esta misericordia envía el Señor a los judíos, y también nosotros somos llamados a ello, para que la Eucaristía a través de esta palabra sea: "Misericordia y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos".

            Que así sea.

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Viernes 1º del TO

Viernes 1º del TO (cf. 7º Dgo. B)

Mc 2, 1-12             

Queridos hermanos:

El amor de Dios por el hombre no queda anulado por el pecado, pero Dios se duele del extravío del hombre y busca su salvación mediante la conversión y la fe: “Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor.” Dios es fiel y su amor no mengua ante nuestra infidelidad; en lugar de quedarse en su dignidad ofendida, envía a Jesucristo como cumplimiento de sus promesas, y sella su alianza en la sangre de Cristo para el perdón de los pecados. Siendo amor, no puede negarse a sí mismo, y a pesar de nuestra infidelidad, permanece fiel. Las ofensas recibidas no hacen malo un corazón bueno.

Entre la fidelidad de Dios y la del hombre, media la fe, lo mismo que entre el pecado y la justicia, por la que al hombre le son perdonados sus pecados y le es dado el Espíritu Santo, para que no sólo quede curado, sino también fortalecido para seguir al Señor haciendo la voluntad amorosa de Dios. El “sí” de Dios al hombre, que se ha mantenido a través de la historia a pesar de la infidelidad humana y que ha llegado a su plenitud en Cristo, alcanza para el hombre a través de la fe, su sí a Dios.

El hombre, acogiendo a Cristo mediante la fe, responde a Dios que lo entrega para perdonar sus pecados, valorando su amor. Por eso dice el Evangelio que Cristo “viendo la fe de ellos,” afirma que los pecados del paralítico están perdonados. Sólo menciona los del paralítico, porque es en él en quien va a realizar la señal que se le solicita, pero la fe que comparten les hace compartir también la justificación y el perdón. La fe del paralítico al que Cristo llama “hijo” queda implícita en la de aquellos que le ayudan, y en la obra que realizan juntos, de la misma manera que lo está el perdón de aquellos de los que se proclama su fe, en el perdón del paralítico.

Es importante destacar la “obra” que realizan juntos de “abrir el techo encima de donde Él estaba” y que el evangelista interpreta diciendo: “Viendo la fe de ellos”. Hay ocasiones extremas en las que la oración requiere pasar a la acción heroica de un amor, por el que se niega uno a sí mismo en favor del otro, que no sólo implica nuestra preocupación o nuestro tiempo, sino que incluso requiere involucrar nuestro dolor o nuestra propia vida, como ha hecho Cristo por nosotros.

Una fe intrépida obtiene una insólita curación y un imponderable perdón. Cristo otorga la curación y atestigua el perdón que obtiene la fe. Grandezas nunca vistas exigen notable sumisión y humildad en los agraciados con su contemplación. Cuanto más grande es el don, mayor respuesta exige al agraciado. “A quien se confió mucho, se le pedirá más” (Lc 12, 48).

Cristo relaciona la capacidad de perdonar con la de curar: “Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar...” La enfermedad y la muerte hacen referencia al pecado, y por ello el perdón del pecado vence también la muerte que actúa en la enfermedad. Cristo une con frecuencia las curaciones a la fe que perdona los pecados, y el perdón, al amor que lo hace visible. En efecto, donde está el amor no tiene cabida el pecado.

Los prodigios del pasado que narra la Escritura, en los que Dios mostró su amor salvando a Israel de Egipto y perdonando sus pecados, se renuevan ahora en Cristo, que salva definitivamente a su pueblo de los pecados, que han llevado al Señor a aceptar la condición de esclavo y de siervo. Amor salvador de Dios, como había anunciado el ángel a María; amor que es significado a través de las curaciones, y que hace brotar en el pueblo la glorificación y las alabanzas a Dios, que obra maravillas.

También nuestra fe debe hacerse visible a todos en el amor a los hermanos y en la intercesión valiente y esforzada por ellos al Señor que ve los corazones. Nuestra fe debe llegar a ser “fidelidad” por la confianza, la paciencia y la perseverancia, para que la justificación se traduzca en vida, que salta hasta la eternidad, como dice la Escritura:” El justo vivirá por su fidelidad” (cf. Ha 2, 4 y Rm 1, 17). Podemos decir que por la fidelidad, la fe se manifiesta como amor.

        Que la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, borre nuestros pecados y nos alcance la salvación y la vida eterna, intercediendo por nuestros hermanos.  

         Que así sea.

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