Viernes 2º de Adviento
(Is 48, 17-19; Mt 11, 16-19)
Queridos hermanos:
Indiferencia, apatía, desdén y tibieza, son reflejos de la muerte cercanos a la necedad y contrarios al Espíritu, que es vida, prontitud, buen ánimo y alegría. Todo ello en medio del combate contra la debilidad e impotencia de la carne y contra la fuerza del mal, aliándonos con el poder de Dios. La inmadurez en el amor, sólo puede producir en nosotros la ruina. Dice san Pablo: Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. La vida adulta participa de ambas realidades, de las que el inmaduro se sustrae por su carencia de amor, viviendo la vida a un nivel instintivo y sentimental.
Dios nos ama y nos ha creado para que vivamos
en su amor colmándonos con sus bienes y dándonos sus mandatos para nuestra
felicidad; pero apartándonos de él, nos han sobrevenido todos los males que nos
aquejan.
Cristo ha venido a rescatarnos de la
maldición de nuestro extravío manifestándonos su amor, pero tenemos el peligro
de la indiferencia, sea para acoger la llamada a la conversión, sea para entrar
en el gozo de la misericordia, como aquella generación incrédula y perversa que
se contentaba con la seguridad de su pretendida justicia, por el hecho de pertenecer
a la raza de Abrahán, cobijando su impiedad a la sombra del templo, pero sin
penetrar en él con todo su corazón.
El Señor se duele de semejante desdén,
como el de aquella generación inmadura, caprichosa e insoportable, incapaz
de escuchar para alegrarse por la bondad de Dios o entristecerse por sus
pecados, prefiriendo la mezquindad de una vida contraria al espíritu. Necesitamos
discernir que fuera del camino del Señor, aferrándonos a las bajas pasiones de la
carne, sólo podemos encontrarnos con las tinieblas perdurables, al dejar de
lado a Dios, su infinita grandeza y su bondad.
En lo tocante a la fe, la esperanza y el
amor, en definitiva, a la salvación, no hay nada más nefasto que la apatía y la
tibieza: “Ojalá fueras frio o caliente,
pero como eres tibio, voy a vomitarte de mi boca.”
¿Qué más he podido hacer
por ti que no haya hecho? ¿En qué te he molestado? Respóndeme. Yo te saqué del
país de Egipto, te rescaté de la esclavitud (cf. Mi 6,3). Eso nos dirá el Señor y quedaremos
avergonzados por nuestra necedad y perversión.
Acojamos, pues, su gracia, ahora que
es tiempo de misericordia. Busquemos su rostro, porque es grande en perdonar a
quienes de todo corazón se vuelven a él.
Que así sea.
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