Sexto día de la octava de Navidad
1Jn 2, 12-17; Lc
2, 36-40
Queridos hermanos:
Los padres del Señor, fieles cumplidores de los preceptos de la ley, presentan al niño en el templo, y el Espíritu da testimonio de él, reconociéndolo como el Redentor anunciado por los profetas. Hoy, a través de una mujer, Ana, como aquellas otras: María, Débora o Juldá, profetas de las que habla la Escritura, Dios libremente reparte sus dones, pero el discernimiento profético se apoya, en este caso, en la sabiduría de una ancianidad largamente dedicada a la oración y a una casta dedicación al Señor, el esposo definitivo, que desde el cielo provee a su mantenimiento mejor que cualquier marido.
Como a
Simeón, Dios le concede a Ana el discernimiento profético de reconocer a aquel
que aman sin conocerlo; sin apariencia ni presencia que se pueda estimar y sin
necesidad de los sentidos, que en su misma limitación sólo ofrecen impedimento
a las manifestaciones del Espíritu, a quien nada queda oculto ni lejano, por
ser sutil, penetrante, todovigilante, efluvio del poder divino, emanación
purísima de la gloria del Omnipotente, y que, entrando en las almas buenas de
cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas.
Tocada por
el Espíritu, se convierte en testigo de aquel que le ha sido presentado
interiormente: el esperado de las gentes, aquel a quien rendirán tributo las
naciones.
Cuantos lo
hemos conocido por el perdón de nuestros pecados, como dice la primera lectura,
podemos experimentar su victoria sobre el mundo y sobre su dominador, el
Maligno, si la palabra del Señor permanece en nosotros, porque en ella hemos
sido fortalecidos y llamados a permanecer para siempre en su presencia.
Que así sea.
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