Los Santos Inocentes
1Jn 1, 5-2, 2; Mt 2, 13-18
Queridos hermanos:
Lo que manifestará de Jesús el anciano Simeón en la Presentación del Señor en el templo: “Señal de contradicción”, los evangelistas lo destacan de diversas formas continuamente, como esencial en la vida y la misión de Cristo, desde el momento de su concepción virginal en el seno de María y su nacimiento ignorado en un pesebre, hasta su rechazo y elevación en la cruz.
A diferencia de los
sinópticos, Mateo pinta el nacimiento y la infancia del Salvador y Redentor con
prodigios celestes y proféticos, en el marco de la esperanza de las Escrituras,
la expectación del pueblo y el rechazo del mundo y los poderes de la impiedad,
que, parafraseando el salmo segundo, se confabulan “contra el Señor y contra su
Mesías”.
La serpiente antigua,
camaleónica en el devenir de la historia, se travestirá de Faraón, Herodes o
Nerón, por citar algunas personificaciones de la perenne persecución de los
inocentes, que acompañará siempre la predestinación salvadora del amor divino.
En medio de las
asechanzas de la envidia diabólica, Dios llevará siempre adelante su redención
en la historia: Abrahán, José, Moisés, Cristo, testigos de la Verdad de Dios,
Amor misericordioso, justo, eterno y fiel.
San Beda ve en este
martirio el anuncio profético de cuantos darían su sangre por el testimonio de
Cristo a través de la historia, de modo que la inocencia y la humildad se
convierten así en virtudes esenciales que reciben con la gracia del martirio
aquellos elegidos para tal honor, preanunciado por el oráculo de Jeremías (31,
15). Al ladrón crucificado con Cristo le bastó su confesión postrera para
blanquear su túnica, habiendo acogido la gracia que, como al hijo pródigo, se
le concedió de “entrar en sí mismo” para levantarse de su mortal postración.
Por su lado, los santos
inocentes, incapaces de proclamar su fe con palabras, fueron agraciados por el
gemido de su sangre, que como la del justo Abel clamaba al Señor desde la
tierra, siendo arrebatados con Él al paraíso. A semejanza de aquel de la viuda
de Naín, el llanto de la Iglesia, como futura Raquel, por sus futuros hijos,
hizo al autor de la vida glorificar a sus pequeños proto testigos.
Que así sea.
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