San Juan Apóstol
1Jn 1, 1-4; Jn
20, 1-8
Queridos hermanos:
El
discípulo amado se asoma a la liturgia navideña con el martirio blanco y eterno
de su amor, predilecto del amado, cediendo su lugar al testimonio púrpura de
Esteban que recordábamos ayer. Apóstol, evangelista y místico teólogo, nos
presenta su pureza casta, modelo inolvidable para esta generación tristemente
enfangada y descreída, impedida para alzar el vuelo en la contemplación del
Señor resucitado. Ver y creer fue su actitud ante la tumba vacía, que
confirmaba el testimonio interior que el Espíritu del Hijo daba a su espíritu.
¡Es
el Señor! Una vez más el amor se adelantaba a la percepción de los sentidos,
limitados en su pequeño mundo físico, frente a los horizontes infinitos del
espíritu abiertos para él.
Hijo
del trueno por su celo, águila por su elevación de miras y de vuelos,
contemplativo privilegiado de la gloria y la agonía de Cristo, recibió la gracia
de acoger a María Virgen junto a la cruz de su Hijo, y hoy es considerado
apóstol del Asia Menor y mártir invicto.
Pescador
de hombres por designación profética divina, recibió del Señor la promesa de
sentarse a juzgar a las doce tribus de Israel. Él, que suplicó sentarse junto a
Cristo en su reino, fue revestido de paciencia para permanecer aquí hasta el
retorno del Señor, si tal hubiera sido la voluntad de su Maestro.
¡Gloria
al discípulo amado!
Que así sea.
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