Séptimo día de la octava de Navidad
1Jn 2, 18-21; Jn
1, 1-18
Queridos hermanos:
De la misma manera que la cruz se hace presente ya desde el pesebre del Señor, como Mesías ignorado, también la contradicción y la persecución serán constantes en su vida y en la de sus discípulos, tal como anunciara Simeón, perpetuándose generación tras generación por la acción satánica del Anticristo, que Mateo evidenciará en la figura de Herodes, como una de las continuas encarnaciones diabólicas a lo largo de la historia, y que, según Juan, nos hacen comprender que nos encontramos en la hora final.
El
Evangelio de Juan nos presenta también en su prólogo la acción misericordiosa
de Dios a la que el hombre debe adherirse en este mundo, por la fe, para
alcanzar la plenitud en su diseño amoroso. La tensión se centra ahora entre la
luz y la oscuridad, la mentira y la Verdad que se ha encarnado para deshacer
las obras del mentiroso y padre de la mentira.
Dios
ha manifestado su gloria en la creación a través de su Palabra, y ahora,
haciendo una nueva creación, a través de su Verbo encarnado, lleno de gracia y
de verdad; lleno de misericordia y amor. Allí donde el mentiroso y padre de la
mentira engañó al hombre negándole el amor de Dios, el Hijo Unigénito que está
en el seno del Padre nos lo ha testificado. Porque: “A Dios nadie le ha visto
jamás; pero el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”.
Este es el anuncio de los
ángeles en Belén: la gloria de Dios que está en el cielo es el amor de Dios por
todos los hombres, que quiere complacerse en ellos para darles la Paz, y gracia
sobre gracia, perdón sobre perdón y misericordia sobre misericordia.
Dios
nos ama porque es amor, a pesar de que nosotros nos merezcamos muy a menudo su
rechazo por nuestros pecados. ¿Y por qué no lo ha hecho? Porque su Hijo, en
sintonía total con el Padre, ha dicho: ¡No!, ¡mándame a mí! He aquí el amor de
Cristo, que hace exclamar al Padre: “¡Este es mi Hijo amado en quien me
complazco!”; y nos lo ha entregado hecho hombre. Y hemos hecho con él cuanto
hemos querido; clavándolo en una cruz; y él nos ha disculpado; y el Padre nos
ha perdonado, resucitándolo de la muerte. He aquí el amor del Padre.
Olvidar
este amor es nuestra ingratitud. Despreciar este amor es nuestra perversión.
Rechazar este amor es nuestra necedad, nuestra maldad y nuestro pecado. Sólo
cuando reconozcamos profundamente tanto nuestra maldad como el amor de Dios,
nos convertiremos de corazón, acogeremos su misericordia encarnada en Cristo
Jesús, seremos resucitados de la muerte y recibiremos la Paz que nos trae
Cristo con su Reino.
Fortalecidos
por su Espíritu, bendigamos al Señor que se nos ha manifestado salvador y
redentor nuestro, testificándolo con nuestra vida.
Que así sea.
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