Lunes 3º de Adviento
(Nm 24, 2-7.15-17; Mt 21, 23-27)
Queridos hermanos:
Los sumos sacerdotes y los ancianos que
no han creído en Juan Bautista, mientras el pueblo lo tenía por profeta, no se
atreven a decir que no venía de Dios. Ahora dudan de Jesús, no creen de hecho
en él, pero se creen con autoridad para cuestionarle, sin tener en cuenta lo que
enseña y realiza con signos y curaciones. Jesús va a arrancar de su boca la
respuesta que los desautoriza a ellos, porque temen perder la estima de la
gente, y no les ha importado discernir la presencia de Dios en Juan, a quien
han rechazado. Si no son capaces de afrontar su propio discernimiento sobre
Juan, han perdido toda la autoridad que pretenden ejercer sobre Jesús, al
preguntarle. Jesús viene a decirles: ¿Y vosotros, con qué autoridad me
preguntáis a mí? Manifestando ignorancia sobre Juan se acusan a sí mismos de
incumplimiento de su deber de discernir ante Dios, respecto de los que se
presentan como sus enviados. ¿Qué autoridad pueden, pues, esgrimir ante Jesús,
si no la han ejercido respecto a Juan, por miedo al rechazo del pueblo? Jesús,
por tanto, ignora su pregunta, y deja que sea su Padre, a través del Espíritu,
quien hable a su favor.
Rechazando a Juan, han frustrado el plan
de Dios sobre ellos, (Lc 7, 30) porque, de hecho, es a Dios a quien han
rechazado en su enviado. Si su autoridad les venía de Dios, la han perdido y
Jesús no se la reconocerá en ningún momento y, en consecuencia, no responderá a
su pregunta. Como en el caso de Juan, deben discernir a través de las palabras
y de los hechos de Cristo que lo acreditan como enviado de Dios y, más aún,
como su Cristo, el Hijo de Dios vivo. En efecto, él habla y actúa con la
autoridad que respalda el Espíritu Santo a través de sus obras: “Yo tengo un
testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha
encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí,
de que el Padre me ha enviado” (Jn 5,36).
“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago,
aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el
Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38). Si no creen en las señales que Dios hace en Cristo, cómo van a
creer en sus palabras.
Conocer la voluntad de Dios implica
discernimiento, sometimiento y obediencia a las señales y a los enviados que la
anuncian. Ellos están obligados a discernir la autoridad de Cristo y la de Juan,
por las obras y, al no hacerlo, se declaran autosuficientes y se sitúan fuera
de la voluntad de Dios. Un corazón recto que ama al Señor discierne fácilmente
su presencia. “Dios se manifiesta al humilde y al afligido que se estremece
ante mis palabras, pero al soberbio lo mira desde lejos; Dios,
resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.”
Cómo podemos pretender que Dios nos
hable si nuestro corazón está lejos de él y nuestros ojos y nuestros oídos
están cerrados. También nosotros debemos discernir la voluntad de Dios a través
de sus enviados: de los signos que los acreditan y de la Iglesia, siendo Dios
quien nos los envía. Nos guste o no, el que hace el bien es de Dios y el que
obra el mal, del diablo. El que obedece nunca se equivoca, mientras no se le
incite a pecar. Hoy tenemos su palabra y este sacramento, que nos llama a
entregarnos juntamente con Cristo diciéndole: ¡Amen!
Que así sea.
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