Miércoles 2º de Adviento
(Is 40, 25-31; Mt 11, 28-30)
Queridos hermanos:
Si el poder del Señor es tan grande como
para crear el universo, cuanto más lo será para cuidarnos a nosotros, tan
pequeños. Su amor es tan grande como su poder; con la misma potencia con la que
ha creado el universo, nos ha redimido y nos ama.
Cristo ha sido enviado por el Padre a
proveer a nuestra salvación mediante el perdón de los pecados, para que seamos
liberados de la carga que nos oprimía. A Él debemos acudir aceptando el yugo
suave de la obediencia de la fe, el yugo de su humildad y de su mansedumbre,
por las que Cristo se sometió a la voluntad del Padre y con el que ha querido
ser uncido a nosotros, por amor, uniéndose a nuestra carne mortal, para “arar”
con nosotros. Aceptemos su yugo amando su voluntad, para entrar también con Él
en su descanso. Dice un proverbio antiguo: “Si
quieres arar recto, ata tu arado a una estrella”. El Señor nos invita a
nosotros a unirnos a él en su yugo, para el arar de nuestra vida. Como dice
Rábano: “El yugo del Señor Jesucristo es
el Evangelio que une y asocia en una sola unidad a los judíos y a los gentiles.
Este yugo es el que se nos manda que pongamos sobre nosotros mismos, esto es,
que tengamos como gran honor el llevarlo, no vaya a ser que poniéndolo debajo
de nosotros, esto es, despreciándolo, lo pisoteemos con los pies enlodados de
los vicios. Por eso añade: Aprended de mí" (Catena áurea, 4128).
Efectivamente, de Cristo hay que
aprender la humildad y la mansedumbre, sometiendo con su yugo el orgullo y la
soberbia que nos impiden inclinar la cabeza, fatigando así nuestro espíritu en
nuestra pretensión de ser dioses, mientras Él, siendo Dios, se sometió a
hacerse hombre e inclinó su cabeza bajo el yugo y el arado de la cruz. “Cristo, por el fuego del amor que en sus
entrañas ardía, se quiso abajar para purgarnos, dándonos a entender que si el
que es alto se abaja, con cuánta razón
el que tiene tanto por qué abajarse no se ensalce. Y si Dios es humilde, que el hombre lo debe ser” (San Juan de Ávila. “Audi
filia,” cap. 108 y 109).
Él tomó nuestro yugo para llevar su cruz y nosotros debemos tomar el suyo para llevar la nuestra e ir en pos de Él,
unidos a él bajo su yugo. “Aprended de
mí, no a crear el mundo, no a hacer en él grandes prodigios, sino a ser mansos
y humildes de corazón. ¿Quieres ser grande? Comienza entonces por ser pequeño.
¿Tratas de levantar un edificio grande y elevado?, piensa primero en la base de
la humildad. Y cuanto más trates de elevar el edificio, tanto más profundamente
debes cavar su fundamento. ¿Y hasta dónde ha de tocar la cúpula de nuestro
edificio?: Hasta la presencia de Dios" (San Agustín. Sermones, 69,2).
Que así sea.
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