Martes 2º de Adviento
(Is 40, 1-11; Mt 18, 12-14)
Queridos hermanos:
“La voluntad de Dios vuestro Padre es
que no se pierda ni uno solo de estos pequeños”. Dios ama todo lo que ha creado, de
forma especial al hombre, imagen y semejanza suya: Del Padre y del Hijo, por
quien y para quien todo fue hecho. El amor no acepta porcentajes de merma, ni
daños colaterales. A Dios se le perdió una oveja en el paraíso y fue a buscarla
diciendo: “¿dónde estás?”. Tú te has apartado de mí, pero yo te busco
porque te amo. Ahora, como decía la primera lectura, Dios viene en Cristo al
encuentro del hombre, buscándolo descarriado en sus montes y barrancos. Después
de buscar a las ovejas perdidas de la casa de Israel, el Señor se va en busca
de las otras que no son de este redil, para formar un solo rebaño. Dice
San Hilario (en Mateo, 18):
“Por la palabra una sola oveja se entiende un solo hombre, y por hombre todo el
género humano, y todo el género humano se perdió en el error (pecado) de un solo Adán. De ahí que el que busca al hombre es Cristo y las
noventa y nueve ovejas que deja, son la multitud de todos aquellos que se
regocijan en el cielo” .
El amor se duele del mal ajeno y se
alegra de su bien. No sabe de cálculos, ni deja perderse a alguno por asegurar
el resto. El amor se da a sí mismo. Uno vale la totalidad. El colectivismo no
tiene nada que ver con el amor de Cristo. Por cada pecador, Cristo ha derramado
su sangre como rescate. De ahí que no se pueda despreciar a ninguno, por
pequeño o despreciable que nos parezca, especialmente a los pequeños en
Cristo. Dice san Beda: “Encontró el Señor
a la oveja, cuando restauró al hombre y hubo en el cielo mayor alegría por la
oveja encontrada, que por las otras noventa y nueve. Porque hay más motivos
para alabar a Dios por la redención de los hombres, que por la creación de los
ángeles. Creó Dios admirablemente a los ángeles; pero más admirablemente redimió
al hombre.”
(Catena Áurea en español,
4810)
El Evangelio nos sitúa ante el amor del
Señor; el Pastor que viene a nosotros en Cristo, amor del Padre que se alegra
por cada pecador que se convierte.
En la Eucaristía se nos introduce en esta
entrega de Cristo, realizada de una vez para siempre, con la que somos
invitados a comulgar, haciéndonos un espíritu con él.
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