Jueves 2º de Adviento
(Is 41, 13-20; Mt 11, 11-15)
Queridos hermanos:
La verdadera grandeza del hombre viene del Señor. Sólo los que se unen a Él llegan a ser verdaderamente grandes. Los orgullosos pretenden ser autosuficientes en su necedad. ¡Ay del grande a sus propios ojos! En el Reino, la unión con el Señor es superior a cualquier otra porque se recibe la filiación adoptiva que nos alcanza la redención de Cristo. Juan, el más grande entre los nacidos de mujer, recibió el Espíritu desde el seno materno, pero tuvo que esperar a la resurrección de Cristo, para que se abrieran ante él las puertas del Reino y alcanzar con Abrahán, Isaac, Jacob y todos los justos, el Paraíso.
Toda la alabanza que hace Cristo de Juan
pone de manifiesto la grandeza del don de Dios que se nos ofrece en Él, por el
que somos invitados al Reino de Dios. Ni los justos ni los profetas ni los reyes
pudieron imaginar la gracia de la filiación adoptiva que se nos da por la fe en
Cristo. Esta misma grandeza indica también la responsabilidad que supone el
despreciar el don que se nos ofrece.
Pero la entrada en el Reino que
irrumpe con Cristo pide al hombre negar su carne, contrarrestar la fuerza de la
concupiscencia y acoger humildemente el don de Dios, ya que las solas fuerzas
del hombre son insuficientes para arrebatarlo, siendo llamados a una lucha que
no es sólo contra la carne y la sangre. Esta es la violencia que sufre el Reino
y por la que el hombre se violenta a sí mismo. “Si alguno quiere venir en
pos de mi, niéguese a sí mismo”.
Con el Señor viene el Reino en la
Eucaristía y somos invitados a arrebatarlo. “El
Reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan”. Al
hombre le fue arrebatado el Reino, con engaño, por el diablo; recuperarlo,
exige la violencia del combate. Para eso somos revestidos de fortaleza por el
Espíritu. Una vez cumplidas las profecías en Cristo, el Espíritu hace
profetizar a los fieles en espera de su segunda venida, hasta el final de los
tiempos. Juan anunció el cumplimiento de su venida y ahora el Espíritu
profetiza su regreso.
Aquel cuyos oídos hayan sido abiertos
por la fe en Jesucristo, (cf. Is 6, 9-10) escuchará y comprenderá estas cosas,
se convertirá y será salvado.
Que así sea.
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