Nuestra Señora de Guadalupe
Queridos hermanos:
Hoy festejamos a la Virgen de Guadalupe: “Madre
del verdadero Dios por quien se vive”, como una gracia histórica enviada
por Dios para formar un pueblo, cimentarlo en la fe en Cristo, preservándolo de
los ataques con los que el diablo a lo largo de su historia tratará de
someterlo, empujándolo a un liberalismo laicista; a un secularismo total que lo
oprimirá durante un largo tiempo, con falacias de humanismo progresista, tratando
de camuflar su anticristianismo bimilenario, cristalizado en el anticatolicismo
actual.
Pero ante tan grandes males, Dios prevé, proveyendo
grandes remedios:
Cuando en 1531 la Virgen se aparece al “indio”
Juan Diego, el pueblo indígena se encuentra sumido en la mayor crisis de su
historia: El imperio azteca dominador férreo de las culturas y los pueblos
contemporáneos ha sido vencido, porque las tribus sometidas y
oprimidas por ellos, sus enemigos autóctonos, se han aliado con los apenas 400 españoles
llegados con Cortés. Sus cultos sangrientos de sacrificios humanos han sido
suprimidos por los vencedores, en el preciso momento en que su calendario señala
el fin de una época, siéndole negada al sol que adoran, la sangre humana que “necesita”
para renacer de nuevo, por quinta vez, según sus creencias. La agonía fatal y
la desesperanza deprimen, en consecuencia, a la nación azteca opresora.
El “evangelio cifrado” que contiene la imagen
de la Virgen de Guadalupe, apoyado en el testimonio del indígena Juan Diego
Cuauhtlatoatzin (el que habla como águila), purifica de toda duda mitológica el
acontecimiento. La esperanza de una raza y una fe nuevas, testificada por el
prodigio de la imagen guadalupana, pone en pie a un pueblo que acoge, en lugar
del sol, al “verdadero Dios por quién se vive”, por el que vale la pena
dar la vida, como quedó de manifiesto en los años 1926-1929, en los que se
minusvaloraron la profundidad y la solidez de la fe católica “guadalupana,”
arraigada en el corazón de un pueblo.
El crisol de razas: indígenas, europeas,
mestizas y criollas, inexistente en las colonizaciones vecinas, que formó el
pueblo mexicano, no debe, pues, su origen, más que a la fuerza aglutinante de
la fe católica y guadalupana, cuyas raíces siguen vivas, aunque necesitadas de
una “nueva evangelización”. A nadie, pues, puede atribuirse el título de Madre
de la nación mexicana, con mayor razón, que a Nuestra Señora de Guadalupe, “la
siempre virgen María, madre del verdadero Dios por quien se vive”.
San Juan Diego, ahora canonizado, constituido en testimonio vivo de la intervención divina en la historia salvífica de México, elimina toda sombra que pretenda oscurecer la claridad de la fe católica de Guadalupe, gracia del Señor recibida a través de la Virgen María, que en palabras del Papa Benedicto XI, parafraseando el salmo 147 dice: “Non fecit taliter omni nationi”: “No hizo así con ninguna otra nación” (Sal 147, 20).
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