Domingo 5º de Pascua B

Domingo 5º de Pascua B 

(Hch 9, 26-31; 1Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8)

Queridos hermanos:

Lo mismo que Cristo nos ha hablado del pan de su cuerpo que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre para la vida del mundo.

Nueva imagen eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor. Esta abundancia de fruto, de amor, en sus discípulos, es la que glorifica al Padre, porque a él debe su paternidad; es él quien lo ha engendrado en nosotros amándonos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son nuestras alabanzas las que lo glorifican, sino nuestra redención y salvación; no lo que podamos decir, sino lo que alcancemos a amar; nuestro fruto de amor. La Gloria del Padre es su Espíritu, dado a Cristo, y que él nos ha dado a nosotros para que seamos uno en el amor, como el Padre y el Hijo son uno. Amando lo hacemos visible y testificamos su misericordia: Dios es aquel que a unos miserables pecadores como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Esto es lo que hizo con san Pablo como testifica la primera lectura.

Cristo es quien ha dado mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu Nombre! En él se encuentra la plenitud del fruto, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el celo que Cristo manifiesta al decir: “Lo que os mando es, que os améis los unos a los otros.”  

Cumplir este precepto, es no aplicárselo al hermano, sino cada uno a sí mismo. Preocuparnos de amar nosotros, y no tanto de que los demás amen: “Si amáis a los que os aman que hacéis de particular”. El amor nos justifica a nosotros, y el que ama, justifica a la persona amada, porque el amor todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal. El que se “ama” a sí mismo, necesita justificarse, porque no tiene amor. Quien ama, se inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo.

Hoy la palabra nos habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores y de la importancia de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga inocentes, porque: “la caridad, cubre la multitud de los pecados.” El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor de Dios a nuestro corazón, que lo había perdido por el pecado, y así, introducirnos en la fiesta de las bodas con el Señor. Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona nuestro pecado, y a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en él, la vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en él, y mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida del mundo.

La obra de Dios en Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego”. Unidos a Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que permanece en nosotros, glorifican al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha colocado todo. Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                           www.jesusbayarri.com

Sábado 4º de Pascua

Sábado 4ª de Pascua

(Hch 13, 44-52; Jn 14, 7-14)

Queridos hermanos: 

          Cristo, sus obras y sus palabras nos hacen presente al Padre y su presencia en el Hijo. Por la fe, los discípulos nos unimos a Cristo y por tanto al Padre, y recibimos la misión de hacerlos presentes, realizando las obras de Cristo, por las que el Espíritu Santo da testimonio del Padre, del Hijo, y su obra en nosotros. Lo que los fieles piden a Cristo, lo realizan el Padre y él, por medio del Espíritu.

          Mientras dura la espera de Cristo en su segunda venida, se nos confía una misión. Las obras de Cristo son señales que nos conducen a él, y se reproducen en quienes a él se incorporan, por cuanto han sido unidos a su misión, suscitando la fe, para completar la edificación del templo espiritual, la asamblea santa, y el pueblo sacerdotal.

          Al Padre se le encuentra en Cristo y a Cristo en los cristianos, en la Iglesia. Nosotros somos llamados a realizar las obras del Padre que realiza el Hijo, ya que permanecemos unidos a él. Quien viendo a Jesús reconoce al Hijo, conoce también al Padre, cuyas obras realiza el Hijo, presente entre nosotros. Los judíos ven las obras de Jesús sin creer en él, porque no han conocido ni al Padre ni a él. En el caso de Felipe y tantas veces también en el nuestro, a pesar de verle y escuchar su voz, no sabemos discernir la Palabra del Padre, de la misma manera que no acertamos a tocarlo aun cuando nos apretemos a él y lo oprimamos.

          Son la fe y el amor, los que dan el verdadero conocimiento que se diferencia de la simple visión. Sólo cuando podamos verlo “tal cual es” se unirán en nosotros la visión y el conocimiento. Retirado el velo en aquel dulce encuentro, seremos, pues, semejantes a él, según dice la primera epístola de Juan, cuando lo veamos tal cual es.

           Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

 

 

 

San Isidoro

San Isidoro

1Co 2, 1-10; Mt 5, 13-16

Queridos hermanos:

          Celebramos hoy la fiesta de san Isidoro, obispo de Sevilla y doctor de la iglesia, que vivió en la época visigoda y destacó por sus escritos, de gran importancia para el conocimiento de la cultura antigua, recopilada por él.

          El Evangelio nos presenta al discípulo, nueva creación que el Padre realiza en el hombre por el Espíritu Santo a través de su Palabra y mediante la fe. Cristo denomina “sal” y “luz” al discípulo, para mostrar el cometido para el que es asociado a la obra salvadora de la voluntad del Padre.

          Como la sal, el discípulo está llamado a ser signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de incorruptibilidad, cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto humano. El culto espiritual del discípulo, debe sazonarse con la sal, de su fidelidad al amor con el que ha sido convocado por Dios gratuitamente a su presencia: La entrega transformadora de la sal, por la que el discípulo se ha de ejercitar en el amor recibido gratuitamente, precede en el discípulo a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica fidelidad. La necesidad de estas cualidades viene iluminada por la sentencia del Evangelio que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda existencia; todos han de ser acrisolados en el sufrimiento. Frente al ardor que debe enfrentar toda alteridad, la sal como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de paz.

          El Señor ha encendido también en el discípulo la luz de su amor, sacándolo de las tinieblas, y de los lazos de la muerte, y le ha dado la misión de mantenerla encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde él la ha colocado en su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba la vida que a él le ha resucitado, y por el conocimiento del temor de Dios, pueda ser librado de los lazos de la muerte.

          Esta es la voluntad y la gloria del Padre: Que los discípulos demos el fruto abundante de iluminar a los hombres el conocimiento de su amor que brilla en el rostro de Cristo, y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.

          Pretender armonizar esta vocación y esta elección que conllevan una transformación ontológica semejante y una consagración existencial de estas características, con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción, será la tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrá que enfrentarse siempre, y de la que san Pablo  previene a los fieles de Roma diciéndoles: “no os acomodéis al mundo presente.”

          El discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente bondad y atrayente modernidad, travestida de progresismo humano, cultural y científico. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la mentira” disfrazado de angélica luminosidad.  

          Cuando contemplamos cómo en nuestros días los hombres, los gobiernos y las leyes, desprecian a la Iglesia y sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad, en el extravío y alejamiento de aquellos a los que se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

          Son las puertas del infierno las que “no prevalecerán,” ante la Iglesia que las combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no ante una Iglesia agazapada, que trate de resistir el furibundo embate de un infierno, que ha sido ya vencido por la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

           Que así sea.

                                                                           www.jesusbayarri.com

 

 

San Marcos, Evangelista

San Marcos, Evangelista

(1P 5, 5b-14; Mc 16, 15-20)

Queridos hermanos:

          En esta fiesta del evangelista Marcos, la liturgia de la palabra nos presenta el anuncio del Evangelio a toda la creación; san Pablo dirá: “Sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda creatura bajo el cielo; san Marcos dirá que: “Es preciso que sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones, y añade: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.” Esto, evidentemente, más que con palabras se testifica con una Vida Nueva. San Lucas en los Hechos, dice: “Recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu Santo venga sobre vosotros, y de este modo seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra,” o como dice Mateo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.”

          "La creación, en efecto, fue sometida a la frustración" por la muerte, consecuencia del pecado, y ha sido vaciada de su sentido instrumental para la realización del plan de Dios. La humanidad finalizada a la gloria quedó impedida para la comunión con Dios y las tinieblas volvieron de nuevo a cernirse sobre el mundo. San Pablo lo expresa diciendo: “la creación gime con dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios.”

          Cristo resucitado ha recibido todo poder y en su nombre obedecen el cielo y la tierra; el mal y la muerte retroceden ante el Evangelio de la gracia de Dios, que se convierte en paradigma de salvación para aquel que se abre a su acción por la fe: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.”  Los que crean “hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.”

          Nosotros hoy, celebramos con san Marcos el testimonio de la vida y de las Escrituras, por las que el Espíritu, a través de los enviados, hace resonar la verdad del amor de Dios. Hoy, somos llamados a que sigamos fielmente las huellas de Cristo, y en la Eucaristía imploremos la gracia de creer con firmeza en el Evangelio que nos salva.

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

Miércoles 4º de Pascua

Miércoles 4º de Pascua

(Hch 12, 24-13,5ª; Jn 12, 44-50)

Queridos hermanos:

          Decían los latinos “Bonum diffusivum sui”: El Bien, de suyo, es difusivo. Dios es amor y este amor, por naturaleza, quiere ser  compartido, y en esta caridad omnipotente, concibe y crea al hombre, haciéndolo capaz de amar y por tanto libre, y responsable de su libertad. Cuando el hombre se separa del amor de Dios por el pecado, se sumerge en las tinieblas de la muerte, porque sólo en Dios hay vida, pero la luz del amor de Dios no puede ser extinguida por las tinieblas del pecado, ni la vida aniquilada por su causa, y venciendo su maligna inconsistencia, el Amor se abre camino como Luz. Dios envía al Hijo a buscar al hombre; El Hijo perpetúa su obra en sus discípulos, y por el Espíritu, mantiene y perfecciona a la Iglesia en su misión: “Como el Padre me envió, así yo os envío; recibid el Espíritu Santo.”

          Cristo es por tanto luz, vida y amor del Padre, enviado a salvar al mundo de sus tinieblas de muerte, restableciendo en el amor de Dios a quien lo acoge por la fe y guarda sus palabras, que son mandato de vida eterna. Rechazarlo, en cambio, es permanecer en las tinieblas que serán juzgadas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.  

           Cristo testifica al Padre a través de sus palabras, como su enviado, cuya misión es iluminar a los hombres su rostro: su amor, y su voluntad salvadora, y el Padre, con sus obras, testifica al Hijo, su enviado.

          El hombre, acogiendo a Cristo, llega a ser hijo de Dios, luz, y sal del mundo, en cuanto permanece unido a Cristo, haciéndose un espíritu con él, pero si rechaza esta gracia que consiste en el amor del Padre, en el perdón de los pecados, en el don del Espíritu Santo y en la filiación adoptiva, si rechaza a Cristo, regresa a las tinieblas, y de todas estas gracias se le pedirán cuentas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.

          La luna puede iluminar, en tanto en cuanto mira al sol, pero si no tiene su luz, se sume en la oscuridad. Como dirá san Pablo: “el que no tiene el espíritu de Cristo, no le pertenece”. Cristo ha dicho: “Vosotros sois la luz”, a quienes ha dado de su Espíritu, y por el hecho de que su Espíritu permanece en ellos, y por eso añade: “Sin mí, no podéis hacer nada.” Sin el Señor, nuestra luz se apaga y nuestra sal pierde su sabor.

          Por eso dice Cristo que el hombre necesita de él absolutamente; “no hay otro nombre dado a los hombres, por el que debamos salvarnos.” el hombre, necesita absolutamente su redención y la unión con él, que dan los sacramentos y la oración, y que le alcanzan lo que es “imposible para los hombres”, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

          De la misma manera que en la creación el hombre debe ejercer su responsabilidad de ser libre, así también en la redención, como dice Jesús en el Evangelio: “Quien rechaza mis palabras ya tiene quien le juzgue: mi palabra le juzgará en el último día.”

          Cristo, a través de sus obras y de sus palabras, hace presente al Padre. Él, es el enviado del Padre, con la misión de iluminar a los hombres el rostro del Padre, su amor, y su voluntad salvadora. Sus palabras y sus obras son las del Padre. El hombre puede rechazar esta gracia si rechaza a Cristo y de ello se le pedirán cuentas el último día, pues la voluntad del Padre respecto de los hombres es, vida eterna.

          Que así sea.

                                                           www.jesusbayarri.com

 

 

Martes 4º de Pascua

Martes 4º de Pascua

(Hch 11, 19-26; Jn 10, 22-30)

Queridos hermanos:

          La palabra del Evangelio, en continuidad con la del Buen Pastor, nos llama hoy a la fe, a través del reconocimiento de su voz, la escucha de su palabra, y el seguimiento de Cristo.

          El ministerio visible de Cristo, consta de palabras y de obras. Sus obras, testifican la veracidad de sus palabras, con las que da testimonio del Padre, de su amor, y el Padre, a través del Espíritu que realiza las obras, da testimonio de Cristo, como enviado suyo. A Cristo, los judíos le piden un testimonio de sí mismo, porque no creen en sus palabras, y rechazan el testimonio de sus obras. No están dispuestos a acoger el testimonio que Dios mismo da en favor suyo. Dios mismo testifica en favor de Cristo, para llevarnos a él, lo mismo que Cristo en la primera lectura, da testimonio de sus predicadores a través de las conversiones: “La mano del Señor estaba con ellos”.

          Los judíos no creyeron a Jesús, porque en su corazón endurecido (cf. Is 6, 10), no estaba el testimonio interior del Espíritu con el que el Padre marca las ovejas de Cristo, para escucharlo y seguirlo, cumpliendo sus palabras; al testimonio exterior de las obras y de las palabras, debe unirse el testimonio interior del Espíritu. Sus ovejas deberían ser los judíos en primer lugar, pero Cristo constata que la mayoría no le escucha y no reconoce la voz de Dios en él. Dios no les interesa; sus intereses son terrenos; no son de arriba, de Dios, de sus ovejas, y no ven a Dios en las obras de Cristo, no le escuchan, no le siguen y no reciben de él vida eterna.

          Podemos preguntarnos por qué este testimonio del Espíritu no marcó a aquellos judíos, y aunque puedan ser muchas las causas, hay una palabra que lo explica en Isaías (6, 10): “mirarán y no verán, no escucharán, y no se convertirán; porque se ha embotado el corazón de este pueblo (cf. Mt 13, 14-15).”

          Mostrándoles el contraste con sus ovejas, Cristo les previene de su situación para que se vuelvan a él, pero cuando les predica le piden obras y cuando les muestra las obras le piden palabras. Lo han repudiado en su corazón rechazando y escandalizándose de la unidad que Cristo reivindica tener con el Padre, a quien ellos llaman su Dios.

          Entonces Cristo marca la diferencia entre ser judíos y ser ovejas, y a través de sus discípulos saldrá al encuentro de ovejas ajenas a Israel, para traerlas al único redil: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente del norte y del sur, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras a vosotros os echarán fuera. Y hay últimos que serán primeros y los primeros últimos”.

          Con el testimonio del Espíritu, las ovejas escuchan la voz del Pastor y lo siguen. No es lo mismo oír que escuchar. Escuchar es obedecer la palabra oída poniéndola por obra. Su palabra es: “¡Amaos como yo os he amado!” El que escucha, sigue al pastor a través del valle del llanto; se niega a sí mismo y toma su cruz cada día; en su camino, bebe con él del torrente para levantar la cabeza. “Yo le doy vida eterna y no perecerá jamás.” A quien escucha yo lo conozco, lo amo. “Mis ovejas escuchan mi voz.”

          A la coherencia de Cristo entre sus palabras y su entrega, debe corresponder la de sus discípulos, entre la escucha y la obediencia, viviendo en el amor y la unidad. Si Dios es amor, a Dios se le testifica haciendo visible sobre todo el amor: “En esto conocerán que sois discípulos míos: Si os tenéis amor los unos a los otros”, y siendo uno, el mundo creerá.

          Que la Eucaristía nos haga un espíritu con Cristo y el Espíritu nos testifique su amor, marcándonos con el sello de sus ovejas.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

Lunes 4º de Pascua

Lunes 4º de Pascua

(Hch 11, 1-18; Jn 10, 1-10)

Queridos hermanos:        

          Hoy continuamos este discurso del buen pastor que gira en torno al “conocimiento”, amor que procede del Padre que entrega a su Hijo, y de Cristo que amándolo le obedece y hace concreto este conocimiento de amor, en su cuerpo que se entrega. La ausencia de este amor crucificado, es lo que desenmascara al ladrón que sólo busca destruir al rebaño. En eso se distinguen la cultura y la civilización cristianas de las demás: en que son fruto de una semilla de amor. Por amor el Padre envía al Hijo; por amor Cristo se encarna, y por amor se entrega a la voluntad amorosa del Padre para nuestra salvación.

          Las ovejas encerradas en la prisión mortal del pecado, sólo pueden ser sacadas a la vida, mediante el perdón del pecado, que rompe las puertas de la muerte. Sólo el amor encarnado y crucificado del Padre, en Cristo, puede realizarlo, constituyéndose en puerta de acceso a las ovejas. Por eso hemos escuchado que Cristo va delante de sus ovejas. Todo intento de eludir este acceso del seguimiento a Cristo, es una pretensión de anteponerse a él; de precederlo en lugar de seguirlo; inútil tentativa de asalto y robo, propia de ladrones y salteadores. Los "Hechos de los apóstoles" mencionan a algunos que viniendo antes de Cristo, no eran sino ladrones y bandidos: Teudas, y Judas el galileo (Hch 5, 34-39), y también después de Cristo: Simón bar Kojba, que acarreó la mayor aniquilación del pueblo. Él va delante abriendo la puerta con su entrega, y las ovejas le siguen. 

          A través de su muerte, Cristo, va a introducir a sus ovejas en el redil de la vida, que es la Iglesia, entrando por la entrega de su sangre y de su cruz, y constituyéndose a sí mismo en puerta abierta, llamando a sus ovejas por su propio nombre con su palabra, sacándolas de la dispersión de la descomunión, y de la esclavitud de la muerte (saldrán), y las conduce en comunión a los pastos de la vida.

          Para salir de la muerte hay que escuchar la voz del pastor, y entrar por Cristo en la Iglesia a través del bautismo, y mediante la conversión (entrarán). Cada oveja recibe de Cristo el Espíritu Santo, la vida divina, y su nombre de vivo. La muerte no tiene ya poder sobre ellas y pueden salir por la puerta de la cruz (cf.1P 2, 20) siguiendo las huellas de Cristo, y ser apacentadas en los pastos abundantes de la vida eterna, a salvo de los salteadores.

          El pastor da su vida por las ovejas, le importan, y las conoce a cada una por su nombre; en una palabra, las ama; no le son extrañas, sino algo propio, y las ama con el amor con que él mismo ama y es amado por el Padre y con el que es enviado para amar a las ovejas entregándose por ellas. A este mismo amor son incorporadas las ovejas a las que Cristo dirá:”permaneced en mi amor”.

          Ezequiel había dicho: “Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor.” Y también:”Yo mismo apacentaré a mis ovejas”. En Cristo, David a través de su hijo y Dios por su Hijo encarnado, apacentarán las ovejas. Cristo se atribuye esta función mesiánica y esta filiación divina anunciada por Ezequiel (Ez 34). De ahí la necesidad del discernimiento de la voz del pastor: “mis ovejas conocen mi voz, no conocen la voz de los extraños”. Quien ha sido apacentado con la palabra del pastor, conoce su voz.

          La solicitud de Cristo por las ovejas dispersas se transmite a los discípulos, y comenzando por Pedro, la Iglesia se abre a la evangelización de las naciones llamadas a la unidad en el redil de Cristo, como nos muestra la lectura de los Hechos de los Apóstoles.

          En esta eucaristía, el Señor nos apacienta con su palabra y nos da su cuerpo y sangre como viático de esta vida y alimento que salta hasta la vida eterna.

          Que así sea en nosotros.

                                                           www.jesusbayarri.com