Viernes 29º del TO
Lc 12, 54-59
Queridos hermanos:
Incluso humanamente, esta, es una
palabra sabia. En cierta ocasión me decía un notario que es mejor un mal
arreglo que un buen juicio. Cuánto más, frente a Dios, ante quien siendo todos
culpables, se nos ofrece el mejor de los arreglos por medio del perdón.
El tiempo de Cristo es un tiempo de
paciencia y de misericordia, que la Escritura, por boca del profeta Isaías,
denomina “año de gracia del Señor,”
que es necesario discernir y acoger, antes que llegue el inexorable “tiempo del
juicio,” pues la justicia divina no es inferior a su misericordia. Dice
Santiago que “habrá un juicio sin
misericordia para quien no practicó la misericordia,” a lo que podríamos añadir
también con toda certeza, para quien no la acogió, puesto que le fue ofrecida por
Cristo, o anunciada por medio de sus discípulos, que deben proclamarla a toda
la creación.
El Señor obra unos signos ya anunciados
por los profetas en las Escrituras, que se cumplen con la misma fidelidad con
la que los fenómenos de la naturaleza lo hacen, obedientes a la ley del creador:
“Si no hubiera hecho entre ellos obras
que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado, pero ahora las han visto y nos
odian a mí y a mi Padre” (Jn 15, 24). Estos signos muestran al Mesías y anuncian
la inminencia del juicio, que, en Cristo, se anticipa como perdón y
misericordia. Pretextar ignorancia después de verlos es “hipocresía,” que
esconde desprecio por las Escrituras y mala voluntad para la conversión, ante
los signos de Cristo, y para quienes rechazan la misericordia sólo queda el
juicio y la implacable sentencia de la justicia, ante la cual somos todos reos
de culpa. Pero aun siendo grande nuestra culpa, la expiación de Cristo en nuestro
favor, sobreabunda sobre nuestra maldad: “Donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia,” como dice san Pablo.
“Bochorno y tempestad” vendrán sobre
quienes no se acojan a la gracia que Cristo nos ofrece gratuitamente. Tendrán
ojos y no verán, oídos y no escucharán; no tendrán discernimiento para
convertirse. Ante la ley y ante el amor y la misericordia que Dios nos ha
mostrado en la cruz de Cristo, quién osará presumir de su propia justicia.
Pedir perdón, es tener sabiduría; perdonar, es haber alcanzado la salvación.
Para quienes hemos sido ya objeto de la
misericordia divina, este es un tiempo de vigilancia; la gracia recibida
demanda en nosotros correspondencia respecto a nuestros adversarios, ya que: “Si
vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os
perdonará.” Para este testimonio
hemos sido alcanzados gratuitamente por la misericordia divina en favor del
mundo.
Acojamos, por tanto, la gracia de Cristo
que se nos da en la Eucaristía, y acudamos al banquete de la misericordia para
ser saciados por Cristo y recibir en él vida eterna con nuestro ¡amén!
Que así sea.
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