Martes 30º del TO
(Lc 13, 18-21)
Queridos hermanos:
El Reino de Dios es Cristo, el Verbo de Dios, que ha asumido nuestra humanidad de forma indisoluble. Por eso en estas parábolas están entretejidas la gracia de Dios y la acción humana, como están unidos el Verbo y el hombre en Cristo. Nace pequeño y despreciado en un establo, crece ignorado y muere rechazado. Es sembrado en tierra, pero resucita al tercer día pleno de fruto y acoge a la humanidad entera al amor de su gracia. La semilla divina ha sido introducida en nuestra carne terrena. “El Reino de Dios ha llegado.”
El Reino de Dios en nosotros tiene la
firmeza y el vigor de la más pequeña de las semillas, que lenta pero firmemente
se abre camino y se va fortaleciendo hasta alcanzar un desarrollo sorprendente,
en comparación con la actuación humana que, no obstante, es necesaria, porque
Dios ha querido supeditar su obra a nuestro asentimiento. El hombre debe actuar
y ofrecer el menor impedimento posible a la potencia de la gracia.
Ciertamente, “Las puertas del
infierno no prevalecerán” ante la
acometida del Reino de Dios, (Mt 16, 18) pero cuando venga
el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra, para acoger la semilla divina? ¿Las
últimas generaciones se mantendrán en la fe y se incorporarán a “la
muchedumbre inmensa” en el Reino eterno, que hará sucumbir las defensas del
infierno?
Efectivamente, no son comparables la
virtud de la gracia y la acción humana, pero deben complementarse: el hombre
siembra la semilla en la tierra y la mujer pone la levadura en la harina. San
Pablo dice: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy; (pero), la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he
trabajado más que todos ellos. Pero no yo (solo), sino la gracia de Dios
conmigo” (1Co 15,
10).
La pequeña semilla del Reino, sabemos
que se desarrolla hasta acoger a “una muchedumbre inmensa que nadie podía
contar, de toda nación,
raza, pueblo y lengua”
(Ap 7, 9) mientras el
Dragón y sus ángeles son encadenados definitivamente. Pero en este desarrollo
del Reino, Dios ha querido nuestra colaboración activa. “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti,” decía san Agustín.
El camino del hombre, paralelamente al
del Reino, está encarrilado entre la potencia divina de su palabra y la
libertad humana que actúa por la voluntad. La potencia de la semilla necesita
de la humildad de la tierra que la acoja. El hombre debe afanarse, pero es Dios
el que da el incremento. Es más, “el querer y el obrar,” vienen de Dios.
Los inicios humildes del Reino no son
parangonables con su maravilloso desarrollo. En esta desproporción podemos
contemplar la potencia divina. Al hombre corresponde aceptar, guardar, poner en
práctica, lanzar la red, creer en la palabra de Dios, y a Dios abrir de par en
par las compuertas de su gracia.
Cuando hay escasez de fruto no se debe,
por tanto, a Dios, sino a la imperfección de nuestra respuesta. Si decimos
verdaderamente amén a Cristo que se nos da, él centuplicará nuestro fruto. Que
nuestra acogida de su gracia en la Eucaristía sea, pues, cada vez más plena.
Que así sea.
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