Miércoles 28º del TO
Lc 11, 42-46
Queridos hermanos:
Dios es amor, y misericordia que busca siempre el bien del pecador atrayéndolo a sí. Amar es sintonizar nuestro espíritu con la voluntad amorosa de Dios. El conocimiento de Dios se traduce en amor que obedece a sus palabras y se hace don de sí, y es vida para nosotros. Pero a consecuencia del pecado, la concupiscencia inclina nuestro corazón al mal, de modo que la vida cristiana, no deja nunca de ser combate, con las armas del Espíritu, del que san Pablo nos habla con frecuencia: “Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus del mal” (cf. Ef 6, 12); “Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella solemne profesión delante de muchos testigos (1Tm 6, 12).
La ley tiene un cometido de signo y de
cumplimiento mínimo, que debe corresponder a una sintonía del corazón humano
con la voluntad amorosa de Dios. La justicia y el amor son el corazón de la ley
y a ellos hacen referencia los preceptos. El corazón que ama se adhiere
rectamente a los preceptos, mientras una adhesión legalista en la que falta el
amor, sólo los alcanza superficial e infructuosamente. El cumplimiento
legalista de ciertos preceptos, enajenados del amor, carece de valor en
sí mismo: “Misericordia quiero, que no sacrificio (Mt 12, 7); Porque yo
quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos (Os 6, 6).”
“Esto es lo que había que practicar, sin olvidar aquello” (Mt 23, 23). “Coláis
el mosquito y os tragáis el camello” (Mt 23, 24).
Los preceptos nos recuerdan y
especifican la necesidad de vivir en el amor a Dios y al prójimo, (porque la
raíz de toda la ley es el amor), indicándonos el camino para evitar que nos
salgamos de él y nos despeñemos por simas y barrancos, evitando además las
insidias del enemigo.
Pobres de nosotros, ¡ay!, si a semejanza de los escribas,
fariseos y legistas del Evangelio, ponemos nuestra confianza en algo que no sea
el amor del Señor y la caridad con nuestros semejantes, y pretendemos
justificar nuestra perversión con la vaciedad de un cumplimiento externo, extraño
al corazón de la ley, mientras nuestro corazón va tras los ídolos y las
pasiones mundanas.
Que así sea.
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