Lunes 27º del TO (dgo. 15 C, jue. 9; vier. 3 Cua; Dgo. 30 A; dgo. 31 B)
Lc 10, 25-37
Queridos hermanos:
La Vida Eterna es el amor, y el que ama
la posee ya en este mundo; cualquiera que se acerque a nosotros como prójimo, es
destinatario de nuestro amor, si amamos a Dios con todo el ser. La vida eterna
es el amor que saca a la persona de sí misma, venciendo la muerte, y la lanza
hacia Dios y hacia el hermano sin acepción de personas; acoge a quienes se
acercan y se acerca al que está lejano. Dios se ha hecho cercano al hombre por
la encarnación de su Hijo en Jesucristo, de manera que la vida eterna de su
amor pase a nosotros, dándonos la libertad para poder amar.
El “buen samaritano” es Cristo, y todo
aquel que tiene su espíritu, se hace tal. Nosotros somos el hombre atacado y
malherido a quien Él, bajando del cielo (Jerusalén) a la tierra (Jericó), ha
socorrido en el camino. En el amor a Cristo, se unen el amor a Dios y al
hombre. Él es el Dios cercano y prójimo de todo hombre, como buen samaritano
que se hace el encontradizo con nosotros en el camino, en el que fuimos
malamente heridos, sin que la Ley, ni los levitas, ni los sacerdotes pudieran
curarnos, porque la sangre de animales no puede perdonar el pecado (Hb 9, 11ss).
En el segundo libro de las Crónicas, se
cuenta la realización concreta de un acontecimiento histórico, idéntico al de
la parábola, en el que los samaritanos se compadecieron de los judíos atacados
y vencidos, y usando con ellos de misericordia los vistieron, les dieron de
comer, los ungieron y los montaron sobre asnos, llevándolos a salvo a Jericó (cf.
2Cro 28, 12-15).
“Haz tú lo mismo” dice Cristo,
para lo cual es necesario su Espíritu. Tanto los que cuestionan la Ley como los
que con pretexto de la Ley rehúyen la misericordia, no cumplen la Ley, cuyo corazón,
y cuyo espíritu, no son otra cosa que la misericordia y el amor. Vale más la
imperfecta doctrina del samaritano que usa de misericordia, que la pureza legal
y de doctrina de sacerdotes y levitas que la rehuyen, porque toda la Ley y los
profetas penden del amor. El “cumplimiento”, sin la misericordia, es pura
vaciedad sin contenido.
A aquel ”conócete a ti mismo,” del
famoso oráculo de Delfos, siendo válido, porque sólo quien se conoce puede
darse verdaderamente, podemos añadir un “poséete a ti mismo,” pues para poder
darse hay primero que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo a merced de las
pasiones o de los demonios. Pero para poseerse, el hombre necesita encontrarse.
Es necesario, por tanto, también, el “encuéntrate a ti mismo”; es
necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el
Paraíso: “¿Dónde estás?”. El hombre está escondido por el miedo, pero como de
Dios es imposible esconderse, de quien se esconde realmente el hombre, por el
miedo, es de sí mismo, como dice san Agustín: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no
me podía encontrar” (Cf. Libro 5, cap. II). Dios invita al hombre con su
pregunta a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a volverse a Él; a
convertirse, pues sabemos que “el amor
expulsa el temor; que no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Esto remite a
Cristo, y al perdón de los pecados. Él nos amó primero. A eso ha venido Cristo.
Él nos libra del yugo de las pasiones. Él nos da el Espíritu Santo. Encontrarse, conocerse, y poseerse para poder darse, son posibles encontrando a Cristo, que
nos ilumina, nos sitúa y nos redime.
Entonces podremos amar con todo el
corazón, con toda la vida y con todas las fuerzas. A Dios se le debe amar con
lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios,
especifica “con qué” se le debe amar, mientras que el del amor al prójimo
expresa el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar
la totalidad del ser y del tener; no admite división, porque el Señor es Uno y
nadie se le puede equiparar. En cambio en el amor al prójimo, siendo un sujeto
plural, el mandamiento especifica la forma del amor, unificándola en el amor de
sí mismo. Como uno mismo se ama y ha sido amado por Cristo. Un amor con la
misma dedicación, intensidad, espontaneidad y prioridad, con que nos nace
amarnos a nosotros mismos. Amor que Cristo ha superado por la dimensión del
amor con el que Él nos ha amado (Jn 13, 34). Cristo nos ha amado con un amor
que perdona el pecado y salva, y este amor, que antes de Cristo, sólo podía ser
para el hombre objeto de deseo, ahora se ha hecho realidad por su Espíritu en
nosotros.
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