Jueves 26º del TO
Lc 10, 1-12
Queridos hermanos:
Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, de quien son enviados a dar testimonio de amor (Gregorio Magno, Hom., 17, 1-4.7s)
Decía
san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado
para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de
Jesús. También cuando la Escritura habla de consolación futura (Is 66), nos
indica la realidad del sufrimiento y la persecución, presentes en quienes testifican
a Cristo. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros”
dispuestos a trabajar en ella.
Los
misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo, como han
acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo
en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida
eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la
humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que
viene con ellos con la omnipotencia del amor. Hay que pedir al dueño de la mies,
que suscite la fuerza de negarse en esta vida y de adherirse a la cruz de
Cristo, en gente débil como nosotros.
También
nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor
del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la
obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fue el mismo Lucas y todos
los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la Historia de la Salvación,
y cuyos hechos proclamamos como Palabra de Dios vivo, que sigue, llamando y
salvando a la humanidad.
En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir
incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete
el número de los hijos de Dios: la
muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis
(7, 9).
A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante
la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su
entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre.
Que así sea. www.jesusbayarri.com
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