Lunes 26º del TO
Lc 9, 46-50
Queridos hermanos:
Que Dios haya elegido el camino del sufrimiento, del servicio y de la humildad para acercarse a nosotros, es debido a que su grandeza, su poder y su gloria, forman un todo con su amor misericordioso. Dios es amor, y no hay grandeza mayor que amar. No es sólo cuestión de obediencia, de imitar a Cristo, o de humildad, sino de amor. Tan grande como su poder para crear el mundo lo es su misericordia para redimirlo, y su bondad para salvarlo. Su Yo, no necesita afirmarse frente a nada ni nadie como lo necesitamos nosotros en nuestra insignificancia. El amor no mira a nadie por encima del hombro, ni se guarda o se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir y anonadarse por el otro, como ha hecho Cristo por nosotros. Como dijo san Bernardo: “Amo porque amo; amo por amor.” Buscar la propia gloria pone de manifiesto la propia insignificancia, pequeñez y vaciedad. Si él, que es grande, se abaja, cuánto más nosotros, que tenemos tanto por qué abajarnos, decía san Juan de Ávila.
El Señor nos llama a un servicio que
consiste en hacer presente al Padre, a través del don con el que hemos sido
agraciados en Cristo. Glorificar a Dios con nuestra vida, implica que nosotros
reconozcamos nuestra nada en cuanto se nos encomienda, porque todo lo bueno,
noble y justo que pueda haber en nosotros, nuestra propia vida, es fruto de su gracia.
Él se hizo el último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, y
así mostró su grandeza; por eso sus discípulos podemos hacernos pequeños para
mostrar a Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como
Cristo, que siendo igual al Padre, se sometió a su voluntad. La humildad y el
amor se dan la mano, como lo hacen la soberbia y el egoísmo. Para la obra de
Dios, nuestras cualidades sólo son impedimento, y así, aceptar nuestra pequeñez
es dejar que aparezca su grandeza. Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena
realización están en sabernos situar como criaturas ante el creador. El que se
hace grande, se predica a sí mismo y no a Cristo, haciendo ostentación de su
necedad y, en consecuencia no lleva a los hombres a Dios, en quien solamente se
puede encontrar vida.
El discípulo no es enviado en sus
fuerzas sino en el nombre y el poder del Señor, para llevar a los hombres a
Cristo. Es su poder el que brilla mediante nuestra humillación. Por eso no hay
mayor gloria de Dios que la humillación de Cristo, que se abandona en sus manos
y se entrega por nosotros: “Este es mi
Hijo amado en quien me complazco.” El soberbio, el altanero, el engreído, es
un iluso si piensa que ha conocido a Cristo.
Sin Cristo, el hombre no soporta la
humillación, le parece absurda. En cambio, por el amor de Cristo, la humillación
es “grandeza de alma,” como diría San Ignacio de Antioquia, necesaria para
negarse a sí mismo por el amor de Dios.
Que así sea.
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