San Mateo
Ef 4, 1-7.11-13; Mt 9, 9-13
Queridos hermanos:
Conmemoramos hoy al apóstol y
evangelista, que el Señor llama desde una realidad de pecado concreta que es el
dinero, por eso, tiene una conexión especial con la misericordia, al estilo de
Zaqueo, aunque llamado al ministerio grande de apóstol. También nosotros,
alcanzados por la misericordia, somos llamados a la gratitud por un amor
gratuito, como el hijo pródigo.
En esta palabra podemos distinguir tres
sujetos: Cristo, los pecadores y los fariseos. Mientras Cristo se acerca a los
pecadores, los fariseos se escandalizan (escándalo farisaico). Si el acercarse
Cristo a los pecadores es fruto de la misericordia divina, es ésta la que
escandaliza a los fariseos.
Quizá
los fariseos tengan menos pecados que los publicanos y pecadores, pero de lo
que sí adolecen es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: “Id, pues, a
aprender qué significa: Misericordia
quiero, que no sacrificio.” De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso
no les lleva al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.
Ser cristiano es amar, y no sólo no pecar. Cristo ha venido
a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para nosotros, o nos excluimos de la
salvación de Cristo como los fariseos del Evangelio? Pensémoslo bien, porque
ahora es tiempo de salvación.
Todos somos llamados al amor, pero esta llamada implica un
camino a recorrer de conversión y de progreso en el amor, hasta llegar a la
santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de partida de este
camino es la humildad, que además acompaña toda la vida cristiana. Así lo
expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores, testificando el
amor de Dios en nosotros.
La
palabra nos habla del amor de Dios como Misericordia; amor entrañable,
maternal, que no sólo cura como hemos escuchado en el Evangelio, sino que
regenera la vida, que es recreador. No por casualidad la etimología hebrea de
la palabra misericordia: rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano en el que se
gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia,
comprobaremos que todas están en este contexto: “este
hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y
ha vuelto a la vida." También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no
nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios.»
Se trata por tanto de un
amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que
le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto,
profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin
desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como
decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra,
lleva consigo la fecundidad que produce fruto, y que en Abrahán, se hace vida
más fuerte que la muerte, en la fe y en la esperanza, y pacto eterno de
bendición universal.
La Misericordia de Dios se
ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la
acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse
indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito,
inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica,
perdona y salva.
Conocer este amor de Dios,
es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe contra toda
desesperanza, para entregarse indisolublemente a los hermanos.
Que así sea.
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