Domingo 25º del TO B
(Sb
2,12.17-20; St 3,16-4,3; Mc 9, 30-37)
Queridos hermanos:
Las escrituras, como contenido de la
Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación, necesitan del
Espíritu Santo que las unifique en el corazón del creyente, proveyendo los
criterios de discernimiento de los acontecimientos pasados, presentes y futuros.
En efecto, el discernimiento fruto del amor que está a la raíz de todo, sólo el
Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente, abriendo sus ojos a la
comprensión de las Escrituras.
A la venida del Mesías sobre las nubes
del cielo, glorioso y restaurador de la soberanía de su pueblo, que esperaba
Israel, y también sus discípulos, debía preceder el “año de gracia del Señor,” que Israel no sabe discernir separadamente
a su manifestación gloriosa, ni a su encarnación del Siervo de Yahvé anunciado
por Isaías, que llevará a cumplimiento “la venganza de nuestro Dios” sobre
nuestros enemigos, de cuya vida, el libro de la Sabiduría, en la primera
lectura, hace una descripción interpretando su rechazo. En el Evangelio vemos a
Cristo instruyendo a sus discípulos en este discernimiento, que será el fruto
de su maduración en el amor. A través de la Palabra, también a nosotros el
Señor nos abre las escrituras, haciéndonos crecer en su conocimiento, como
experiencia de su amor.
La causa de la falta de discernimiento del
pueblo, sobre este aspecto fundamental de la misión del Mesías, lo atribuirá
Jesús a la ignorancia de los judíos, sobre aquello de: “Misericordia quiero; yo quiero amor”. Se trata de una falta de
sintonía con el corazón de las escrituras, que es el amor, como se lee en la
oración colecta, y que Cristo encarnará hasta el extremo, haciéndose el último,
mediante el servicio a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus
fuerzas, abrazando la cruz y en ella a la humanidad entera.
El Nietzsche que conocemos por lo que
fue publicado como suyo, se sintió en el deber de combatir ferozmente el
cristianismo, reo de haber introducido en el mundo el «cáncer» de la humildad
y de la renuncia, a las que en: Así hablaba Zaratustra, opone la «voluntad
de poder», encarnada por el superhombre, el hombre de la «gran salud», que
quiere alzarse, no abajarse, oponiéndose a los valores evangélicos.
Nosotros necesitamos hoy que esta
palabra nos amoneste, no tanto para aceptarla intelectualmente, como para
hacerla viva y operante en nuestra vida. Nuestro discernimiento irá siendo
completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en la
libertad, para que siendo amor en servicio a los hermanos, alcance a ser
también fidelidad.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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