Bienaventurada Virgen María del Pilar y de Zapopan
1Cro 15, 3-4.15-16; 16, 1-2; ó Hch 1,
12-14; Lc 11, 27-28.
Queridos hermanos:
En esta fiesta del
Pilar nos reunimos junto a Nuestra Santísima madre la Virgen María, a celebrar
el Misterio Pascual del Señor. Hacemos presente aquella primera comunidad de la
que nos habla el libro de los Hechos, reunida en la oración y en la unidad, con
un solo corazón y una sola alma.
El Evangelio nos llama
dichosos, por haber sido llamados a escuchar la Palabra del Señor y hacer de ella
nuestra vida, constituidos así como madres y hermanos del Señor. María es alabada en el Evangelio por dos mujeres. Una, por haber
llevado a Cristo en su seno, y la otra por haber creído la palabra de Dios. Mientras
la carne se gloría en la carne: “dichoso
el seno que te llevó”, el Espíritu exalta la fe capaz de engendrar en
nosotros a Cristo, y en la que el don de Dios alcanza a ser respuesta humana: “dichosa tú que has creído”. La voluntad
humana se adhiere a la voluntad de Dios y de él recibe amor y
vida eterna: ”Sabiendo esto, dichosos
seréis si lo cumplís; Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le
amará, y vendremos a él, y haremos morada en él.” (Jn 13, 17; 14, 23). Dichosos también nosotros, por haber
creído como María, y haber sido llamados como ella a dar a luz a su hijo con
nuestras obras, fruto de su Espíritu Santo. Como ella hemos recibido el anuncio
de Jesucristo; como ella se ha gestado en nosotros por el Espíritu Santo que se
nos ha dado, y como ella podremos manifestarlo al mundo con nuestras obras, pues:
“Aunque mil veces y no en nosotros
hubiese Cristo nacido, eternamente quedaríamos perdidos,” como dijo Salesio.
Aquellos en los que la palabra prende
y da fruto, son la familia de Jesús, porque reciben su Espíritu. Dice Jesús en
el Evangelio: “La carne no sirve para
nada; el espíritu es el que da vida”. Como dice San Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la
vida, porque amamos a los hermanos”. La vida o la muerte, están en relación
con la fe o la incredulidad. Sabiduría, y felicidad,
es pasar de las gracias de Dios, al Dios de las gracias; alcanzar el fin sin
dejarse deslumbrar por la belleza de los medios.
Elevemos por tanto
nuestra exultación a Dios Padre todopoderoso, que nos ha enviado a su Hijo amado, en quien se complace su alma,
y unámonos a la entrega del cuerpo del Señor; y a su sangre derramada por
nosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.
Imploremos sus gracias
sobre todos nosotros, y sobre esta
generación, sometida a prueba en estos “tiempos recios” que la Iglesia debe
iluminar con el amor de Cristo.
Que así sea.
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