Santa Teresa de Jesús

Santa Teresa de Jesús

Eclo 15, 1-6; Mt 11, 25-30

Queridos hermanos:

Hacemos presente a esta gran santa, que no necesita presentación, porque ocupa un lugar en el corazón de todos nosotros. Basta recordar la reforma del Carmelo, sus fundaciones, sus escritos, y en definitiva los frutos de santidad que adornan su obra.

Hemos escuchado en el evangelio que los misterios del Reino se revelan a los pequeños, que a través de la misericordia del Padre son conducidos al conocimiento del amor de Dios, en Cristo Jesús. Nosotros, “cansados y agobiados,” hemos encontrado en el corazón manso y humilde de Cristo, el alivio a nuestras fatigas. Toda la creación, toda la Historia de la Salvación y la Redención realizada por Cristo, nos muestran el amor por el que Dios se nos revela. Amor de entrega en la cruz de su Hijo.  

Estas son palabras de amor en la boca de Cristo: humildad y mansedumbre, que adquieren toda su consistencia tratándose de la persona de Cristo, de incomparable grandeza y majestad. Como decía san Juan de Ávila: Si el que es grande se abaja, cuánto más nosotros tan pequeños. Si queremos que nuestra construcción sea sólida, hay que comenzarla enterrando profundamente los cimientos de la humildad. Sólo así se elevará hasta los cielos. Si el fuego del amor de Dios ha prendido en nosotros, cubrámoslo con la ceniza de la humildad para que ningún viento lo apague.

El Señor dice en el Evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día, y sígame.”  Seguir al Señor quiere decir que, además de cargar con nuestra cruz, tenemos que tomar sobre nosotros el yugo de Cristo. Unirnos a él bajo su yugo como iguales (cf. Dt 22,10), porque él ha asumido un cuerpo como el nuestro; un yugo, para rescatarnos de la tiranía del diablo, de forma que podamos sacudirnos su yugo diabólico y hacernos así llevadero nuestro trabajo junto a Él, en la regeneración del mundo. Qué suave el yugo y qué ligera la carga si el Señor la comparte con nosotros.

          Mientras Cristo, siendo Dios, se ha hecho hombre sometiéndose a la voluntad del Padre, tomando sobre sí nuestra carne para arar, arrastrando el arado de la cruz con humildad y mansedumbre, nosotros, siendo hombres, nos hacemos dioses, rebelándonos contra Dios, llenos de orgullo y violencia y ponemos sobre nuestro cuello el yugo del diablo que nos agobia y nos fatiga. Por eso dice el Señor: “Aprended de mí”. No a crear el mundo, sino a ser mansos y humildes de corazón, como dijo san Agustín. No a crear el mundo, sino a salvarlo; no a ser dioses, sino a someternos humilde y mansamente al Padre, trabajando con Cristo, el redentor del mundo.

           Que así sea.

                                                   www.jesusbayarri.com

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