Santo Tomás de Villanueva
2 Tm 4, 1-5; Jn
10, 11-16
Queridos hermanos:
Lo que
llamamos “signos de la fe:” el amor y la unidad, se entrelazan en esta palabra,
a través de esta imagen recurrente en la Escritura, del pastor y del rebaño, en
la que Cristo ha querido mostrarnos la relación amorosa de Dios con nosotros.
El amor solícito del “conocer” bíblico, por el que ama a sus ovejas y las
apacienta, hasta la total entrega de la vida de su Hijo, en quien se complace,
porque visibiliza su amor de Padre: “Yo mismo
apacentaré a mis ovejas, dice el Señor" (cf. Ez 34, 11-15ss).
Este es el
amor que lleva a Cristo a reunir a las ovejas dispersas, en un solo rebaño, en
su Reino, porque Dios, en Cristo, ha querido apacentar Él mismo a sus ovejas y
suscitar pastores según su corazón, como había anunciado Ezequiel. Esta es la
bondad del Buen Pastor: amor que funda la unidad y que brota del amor del Padre,
que lo envía a dar su vida por nosotros, acogiendo a todos los hombres en un
solo rebaño. Esta voluntad universal de salvación es manifestada ya a Abrahán,
y de ella participan cuantos han sido alcanzados por su Espíritu: Un solo
rebaño, un solo pastor, un solo corazón y una sola alma.
Todo este discurso del pastor gira en
torno al amor con el que el Padre ama a su Hijo, y con el que Cristo, en
identificación perfecta con su voluntad, le obedece visibilizándolo en su
cuerpo que se entrega. Amor que se manifiesta después en la comunión de las
ovejas entre sí, como testimonio ante el mundo. Amor que se va fortaleciendo
con la escucha de su voz, y hace que nuestra entrega se vaya asemejando a la de
Cristo.
Mientras en el mundo privan las relaciones de
interés, en el Evangelio, se nos presentan las del amor gratuito de Dios con su
pueblo, que le lleva, en Cristo, “hasta el extremo” de dar la vida por ellas.
No buscando su propio interés, sino el de las ovejas. La ausencia de este amor
crucificado, es lo que desenmascara al mal pastor, que el Evangelio identifica
con el asalariado, quien con su trabajo interesado, intentará siempre evitar la
cruz, buscándose a sí mismo a expensas del rebaño.
Apacentar
es proveer a las necesidades del rebaño; es amar, y nadie tiene amor más grande
que el que da su vida por aquellos a quienes ama y adopta como hijos. Apacentar
es también proteger a las ovejas, vigilando en medio de la oscuridad de la
noche, cuando acecha el lobo, y en medio de la confusión del día frente a los
falsos pastores que se apacientan a sí mismos, buscando sólo su propio interés,
y abandonando a las ovejas cuando son atacadas.
Cuando
Cristo nos da el agua viva hace brotar en nosotros la fuente; cuando nos
ilumina, nos hace luz del mundo; cuando nos alimenta, nos hace pan y cuando nos
apacienta, nos hace pastores de las naciones, llamados a reunir a sus ovejas.
Cuando Cristo nos revela a su propio Padre, nos hace sus hijos y hermanos
suyos: “Subo a mi Padre y vuestro Padre,
a mi Dios y vuestro Dios.” Esos son los frutos de su vida, de su Espíritu y de su amor en nosotros.
La vida
cristiana, comunión de amor fundada en la relación de amor entre el Padre y el
Hijo, requiere de la vigilante escucha de la palabra del Pastor, frente al
acecho del depredador, y es urgida por el amor, a perseverar en el redil de la
unidad: Un solo rebaño y un solo pastor.
Si somos
buenas ovejas, seremos también buenos pastores; como dice san Agustín: todos
tenemos un rebaño que apacentar, aunque esté formado por una sola oveja.
Que así sea.
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