Santos Ángeles Custodios
(Ex 23, 20-23; Mt 18, 1-5.10)
Queridos hermanos:
Celebramos esta fiesta, para que estos ayudadores nuestros tan olvidados, y tantas veces desconocidos, no sean del todo ignorados por nosotros que somos los beneficiados de su servicio. Atribuimos muchas insidias a los demonios y somos relativamente conscientes de la acción de la concupiscencia, pero descuidamos el invocar la ayuda celeste, o nos pasan desapercibidas las consecuencias de la solicitud de nuestros ángeles custodios, por mediación de los cuales, sólo nos alcanzan las solicitaciones del mal que Dios permite en la medida de nuestras fuerzas y para nuestro bien.
Cristo mismo nos habla de que los ángeles custodios de los que creen, ven constantemente el rostro del Padre, lo que supone una ayuda y protección singular: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños (que creen en mí) (v. 6); porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,10).
Al Mesías mismo, son asignados los auxilios de los ángeles (Sal 91, 11-12): «A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.»
En
la iniciación cristiana, la Iglesia parte del anuncio del Kerigma, con la centralidad
de Cristo, y del amor de Dios, para paulatinamente ir descubriéndonos a la
Virgen María, a los santos y también haciéndonos tomar conciencia y acudir frecuentemente
a los ángeles en su función de ayuda y de comunión con la Iglesia que peregrina
en este mundo, como también ser conscientes de la existencia y la actividad del
Enemigo y sus demonios.
El
Evangelio nos habla de los ángeles, en el contexto de los pequeños
identificados con los discípulos. El pequeño es opuesto al soberbio, y el
discípulo, al demonio; en efecto, al discípulo le acompaña un ángel, servidor
de Dios. La humildad del “pequeño” le acerca a la obediencia, al servicio y al
amor. Despreciar a un pequeño en Cristo es, pues, situarse del lado de los
soberbios, y de los demonios, contrarios a Dios. De ahí la necesidad de hacerse pequeño,
como un niño en la fe, para ser introducido en el Reino. Para eso vienen en
nuestra ayuda los ángeles del Señor, custodios nuestros por la divina piedad.
Que así sea.
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