Todos los Santos

Todos los santos

(Ap 7, 2-4.9.14; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12)

Queridos hermanos:

Decía el Santo Padre, en este día del año 2007: Nuestro corazón, atravesando los confines del tiempo y del espacio, se dilata a las dimensiones del cielo. 

Celebramos la solemnidad de aquellos discípulos, amigos de Cristo, hijos de Dios, que han terminado su peregrinación terrena y su purificación, y vienen de la gran tribulación; aquellos en los que ha sido restaurada la imagen de Dios, han alcanzado ya la patria celestial, y aguardan gloriosos a que se complete el número de los hijos de Dios y a la resurrección de la carne.

Conmemoramos hoy a la “Iglesia triunfante,” ante la cual no prevalecerán las puertas del infierno. Ellos han sido los pobres de espíritu, los mansos, los que lloraron, los que padecieron hambre y sed de justicia, los que fueron misericordiosos y limpios de corazón, los que trabajaron por la paz y fueron perseguidos por causa de su justicia; han tomado posesión del Reino de los Cielos, han heredado la tierra, son ahora consolados y saciados, y han alcanzado misericordia, viendo a Dios, siendo llamados hijos suyos y han tomado posesión del Reino de los Cielos.

Como dice San Bernardo en el oficio de lecturas de este día, los hacemos presentes para que su recuerdo avive nuestro deseo de unirnos a ellos en el Señor e intercedan por nosotros, que ahora somos los pobres de espíritu, los que lloran, y los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, de los que habla el Evangelio, y que estamos llamados a ser un día bienaventurados como ellos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis (Ap 7,9). San Pablo recordará a los Tesalonicenses que: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (cf. 1Ts 4,3).

En los albores del cristianismo, a los miembros de la Iglesia se les llamaba “los santos.” En la primera Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo se dirige “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre del Nuestro Señor Jesucristo.” La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo.

En efecto, decía el papa Benedicto XVI: el cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su Misterio Pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.”

Pero esta palabra nos involucra a todos. Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él” (cf Jn14, 6).

Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo, dando razón de nuestra esperanza, y tratando de reunir entorno a nosotros a quienes no le conocen y gimen sin esperanza a manos de los demonios y de los ídolos de este mundo.

Ellos que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 30º del TO

Jueves 30º del TO

Lc 13, 31-35

Queridos hermanos:

          A un mundo que vive bajo el influjo de los ídolos y se precipita a su destrucción, Dios le suscita un pueblo santo que lo haga retornar a él y lo salve. Pero Israel se deja seducir por el diablo; le gusta vivir como el mundo y se enreda con los ídolos, olvidando su elección y su misión, apartando su corazón de Dios. Entonces Dios le envía a su Hijo para buscar a las ovejas perdidas y hacer de nuevo a su pueblo “luz de las gentes,” pero si también su Hijo es rechazado, el pueblo sufrirá las consecuencias de su extravío. El templo de su presencia en medio de ellos será arrasado y Dios suscitará otro pueblo que le rinda sus frutos. Un pueblo que acoja su misericordia en Cristo y permanezca fiel a la Alianza eterna sellada en su sangre para la vida del mundo.

          Cristo sabe que en el cumplimiento de su misión nada lo puede detener. Sabe también que debe llegar su hora, porque esa es la voluntad salvadora de su Padre que él debe llevar a cumplimiento. El Hijo del hombre debe ser entregado, pero ¡ay de aquel que lo entrega! ¡Ay de ti Jerusalén, porque tendrás que beber un cáliz amargo preparado para los impíos! ¡Ay de aquel que endurece su corazón en el tiempo de la misericordia, porque deberá pagar hasta el último céntimo de su deuda!

          Al igual que los porqueros de Gerasa, los fariseos del Evangelio prefieren la ganancia impura de su hipocresía, y piden a Jesús que se vaya, para que no les estorbe su negocio; ponen como pretexto a Herodes, cuando son ellos los astutos que usan de engaños y ponen asechanzas. Son ellos los que van a escuchar de la boca del Señor y no Herodes, que nadie podrá apartarle de su misión, hasta que la concluya al tercer día con el triunfo de su resurrección.

          Seguirá curando y expulsando demonios, y cuando llegue el momento de su inmolación, su muerte será un triunfo de la voluntad amorosa del Padre, y un fracaso del diablo “astuto” y falso; y por eso, su muerte no tendrá lugar en la Galilea de los gentiles a manos de Herodes, sino en la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados.

          Sólo Jerusalén, en la persona de sus sacerdotes, escribas y fariseos, lo entregará a los paganos; pero cuando haya rechazado los cuidados amorosos del Señor, y Jerusalén quede privada de sus alas protectoras, por su incredulidad, su nido será saqueado por el águila romana. Su “casa”, la niña de sus ojos quedará desierta, cuando la presencia de Dios abandone el Templo, y el velo del Santuario se rasgue en dos, de arriba abajo, con la muerte de Cristo.  Los judíos, como polluelos incapaces de saber y de valerse por sí mismos, serán masacrados: «¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Si conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, te estrellarán contra el suelo, a ti y a tus hijos que estén dentro de ti y no dejarán en ti, piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita».

          También nosotros somos llamados a ser fieles a la misión, a la que hemos sido llamados en Cristo para la vida del mundo, so pena de ser también excluidos de su Cuerpo Santo.

          Que así sea.

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Miércoles 30º del TO

Miércoles 30º del TO (cf. domingo 21 C)

Lc 13, 22-30

Queridos hermanos:

          A la pregunta sobre la cantidad de los que se salvan, la respuesta del Señor viene a ser: Depende de vosotros; se salvan los que quieren; aquellos que acogen la salvación gratuita de Dios con una vida conforme a su voluntad; aquellos que permanecen en el amor que han recibido gratuitamente del que los ha redimido con su sangre y perseveran hasta el fin en su gracia; aquellos que con la fuerza de su Espíritu combaten, se hacen violencia y convierten su fe en fidelidad.

          Leemos en la profecía de Habacuc (2,4): “El justo vivirá por su fidelidad.” La justificación que se alcanza por la fe, si se hace vida deviene en fidelidad, que consiste en perseverar en el don recibido.

Decía San Juan de la Cruz que al final seremos examinados en el amor. La puerta estrecha tiene la forma y la incomodidad de la cruz, en la que se nos ha mostrado verdaderamente el Amor. Amar al que nos ama y al que goza de nuestra simpatía, es un amor fácil y natural, carnal, que no necesita ser valorado. El amor del que penden la ley y los profetas es revelado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo." Pero el amor de Dios por nosotros ingratos y pecadores es tan insólito, que ha necesitado ser anunciado, revelado en Jesucristo y recibido por el don del Espíritu. De este sumo Bien bebe la creación entera. Adherirse a él en la libertad, es participar de su bondad, o como solemos decir: ser bueno, hacer el bien.

          Hacer el mal, ser malo, por el contrario, implica siempre un rechazo del Bien en sí y de la bondad que hay en las creaturas. Es a través de sus obras, como conseguimos captar la verdad de la persona: su bondad o su maldad, tan llenas de intenciones, deseos y propósitos: “Apartaos de mí, agentes de iniquidad”. Nuestras acciones deben estar en concordancia con nuestros buenos deseos y proyectos de bondad, para considerarnos en el camino del bien. De lo contrario nuestra pretendida bondad no sería más que una vana ilusión, que podría llevarnos al más fatídico desengaño.

          “Hechos son amores” dice la sabiduría popular: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando.” O sea, que, por la obediencia, el siervo llega a ser amigo: “El que guarda mis mandamientos, ese me ama”.

          Por la Eucaristía somos introducidos en la entrega de Cristo y nos adherimos a ella con nuestro amén, para hacerla vida nuestra en la espera de su venida.

          Que así sea.

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Martes 30º del TO

Martes 30º del TO

(Lc 13, 18-21)

Queridos hermanos:

          El Reino de Dios es Cristo, el Verbo de Dios, que ha asumido nuestra humanidad de forma indisoluble. Por eso en estas parábolas están entretejidas la gracia de Dios y la acción humana, como están unidos el Verbo y el hombre en Cristo. Nace pequeño y despreciado en un establo, crece ignorado y muere rechazado. Es sembrado en tierra, pero resucita al tercer día pleno de fruto y acoge a la humanidad entera al amor de su gracia. La semilla divina ha sido introducida en nuestra carne terrena. “El Reino de Dios ha llegado.”

El Reino de Dios en nosotros tiene la firmeza y el vigor de la más pequeña de las semillas, que lenta pero firmemente se abre camino y se va fortaleciendo hasta alcanzar un desarrollo sorprendente, en comparación con la actuación humana que, no obstante, es necesaria, porque Dios ha querido supeditar su obra a nuestro asentimiento. El hombre debe actuar y ofrecer el menor impedimento posible a la potencia de la gracia.

Ciertamente, “Las puertas del infierno no prevalecerán” ante la acometida del Reino de Dios, (Mt 16, 18) pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra, para acoger la semilla divina? ¿Las últimas generaciones se mantendrán en la fe y se incorporarán a “la muchedumbre inmensa” en el Reino eterno, que hará sucumbir las defensas del infierno?

Efectivamente, no son comparables la virtud de la gracia y la acción humana, pero deben complementarse: el hombre siembra la semilla en la tierra y la mujer pone la levadura en la harina. San Pablo dice: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy; (pero), la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo (solo), sino la gracia de Dios conmigo” (1Co 15, 10).

La pequeña semilla del Reino, sabemos que se desarrolla hasta acoger a “una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua (Ap 7, 9) mientras el Dragón y sus ángeles son encadenados definitivamente. Pero en este desarrollo del Reino, Dios ha querido nuestra colaboración activa. “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti,” decía san Agustín.

El camino del hombre, paralelamente al del Reino, está encarrilado entre la potencia divina de su palabra y la libertad humana que actúa por la voluntad. La potencia de la semilla necesita de la humildad de la tierra que la acoja. El hombre debe afanarse, pero es Dios el que da el incremento. Es más, “el querer y el obrar,” vienen de Dios.

Los inicios humildes del Reino no son parangonables con su maravilloso desarrollo. En esta desproporción podemos contemplar la potencia divina. Al hombre corresponde aceptar, guardar, poner en práctica, lanzar la red, creer en la palabra de Dios, y a Dios abrir de par en par las compuertas de su gracia.

          Cuando hay escasez de fruto no se debe, por tanto, a Dios, sino a la imperfección de nuestra respuesta. Si decimos verdaderamente amén a Cristo que se nos da, él centuplicará nuestro fruto. Que nuestra acogida de su gracia en la Eucaristía sea, pues, cada vez más plena.

          Que así sea.

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Santos Simón y Judas

Santos Simón y Judas, apóstoles.

Ef 2, 19-22; Lc 6. 12-19

Queridos hermanos:

          En esta fiesta conmemoramos a dos apóstoles: Simón el cananeo o Zelota, y Judas de Santiago o Tadeo, como los llama Lucas. Obediencia y Confesión, como los denomina san Cirilo, que además añade: los constituyó con los demás apóstoles, en doctores de todo el mundo, para liberar a los judíos de la servidumbre de la ley y apartar a los idólatras del error gentil, llevándolos al conocimiento de la verdad.

           Fueron apóstoles elegidos por el Señor, como testigos de la Resurrección; el Apocalipsis los coloca como fundamentos de la muralla de la Nueva Jerusalén. Hoy conmemoramos su gloria, que no procede de su nacimiento, posición social, o nacionalidad, porque sabemos que eran simples galileos, rudos como la mayoría de los apóstoles; tampoco procede de su elección para el apostolado, que también Judas fue elegido, ni de su virtud, ya que Pedro negó al Señor, Pablo fue perseguidor, etc. Lo que los glorifica en este día, es que fueron fieles hasta el fin, a la misión que les fue encomendada, perseverando en la voluntad del Señor, por lo que la tradición los considera mártires.

          Nosotros también somos llamados a la fidelidad y al testimonio del Evangelio, por el don que hemos recibido como miembros del Cuerpo de Cristo y piedras vivas de su templo. Con todo, nuestra gloria la forjaremos nosotros con nuestra fidelidad y perseverancia en el servicio de amor a aquellos hermanos que el Señor tenga a bien encomendarnos.

          El Señor eligió a los apóstoles de entre sus discípulos, después de una noche de oración, para que estuviesen con él y para enviarlos a predicar; de ahí viene el nombre de apóstol, que significa enviado. Como columnas de la Iglesia, los apóstoles serán los primeros testigos del Evangelio: vida, muerte y resurrección de Cristo. Primero en Judea, y después en todo el mundo. Dice el Evangelio que acudieron muchos de la región de Tiro y Sidón, como primicia de los gentiles a los que ellos deberían congregar.  

          Como a los apóstoles, también a nosotros nos cuesta mucho comprender la unidad de Cristo con el Padre, que sería tanto como querer comprender el misterio de la Santísima Trinidad. Nos resulta más fácil seguir llamando Dios, a quien Cristo nos ha enseñado a llamar Padre nuestro, como nos ha recordado san Pablo, pero cuyo amor, misericordia, bondad, palabra, etc. nos han sido reveladas por Cristo y en Cristo: Quien me ve a mí, ve al Padre; el Padre está en mí y yo en el Padre; como el Padre me amó, os he amado yo; yo y el Padre somos uno;  Con todo, la unidad entre el Padre y el Hijo no es identidad, aunque el Hijo sea igual al Padre, porque: “El Padre es más grande que yo (Jn 14, 28); mi alimento es hacer su voluntad; yo hago siempre lo que a Él le agrada.”

          El Evangelio menciona a estos apóstoles, solamente en la designación de los doce, y el resto de lo que sabemos de ellos procede de las escasas tradiciones surgidas en los lugares de su misión. El Señor, en efecto, les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio. Quien a vosotros escucha, me escucha a mí, y quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí, y a Aquel que me ha enviado.”

          Lo que sí sabemos de los apóstoles es que dejaron sus vidas por su misión, con la fuerza del Evangelio y del Espíritu Santo, que suplía su precariedad humana, haciéndolos testigos del amor que habían recibido de Dios por la fe en Jesucristo. Pocos son los que escribieron, pero todos testificaron a Cristo con sus vidas, dejando la herencia de las Iglesias que fundaron en todo el mundo, de las que nosotros hemos recibido la fe que nos salva.

          Elevemos nuestra acción de gracias a Dios, que nos envió a su Hijo, y bendigamos a Cristo que nos dio a los apóstoles, que nos han preparado la mesa de su palabra y de su cuerpo y sangre, que nos nutre para la vida eterna. 

 Que así sea.

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Domingo 30º del TO B

Domingo 30º del TO B 

Jer 31, 7-9; Hb 5, 1-6; Mc 10, 46-52

Queridos hermanos:

En esta palabra, la salvación y la misericordia de Dios se hacen “camino” que conduce a su presencia, como cuando Israel fue llamado de Egipto a la Tierra Prometida, abandonando la esclavitud y la opresión de los ídolos. Ahora el pueblo regresa del norte después de setenta años en los que fue purificado de sus pecados. Dios, en efecto, perdona a su pueblo, pero no deja impunes sus pecados.  

 Jericó, como el país del norte, es figura del destierro y la lejanía de Jerusalén, cuyo camino emprende el Señor en el Evangelio, para encontrar a Bartimeo, levantarlo de su postración, curarlo y ponerlo en camino hacia la salvación, por su fe, siguiendo y bendiciendo a Dios. Cristo es el verdadero camino al Padre, que en Bartimeo nos encuentra a nosotros, juntamente con el pueblo que retorna de su exilio en Babilonia.

El Señor abre un camino para retornar a Él, a aquellos que habían sido desterrados lejos. Dios mismo a través de su palabra, por los profetas, va en busca de su pueblo y los conduce a sí. Que el camino de retorno a Dios, Cristo, se haga carne en nuestra vida, es una gracia de Dios, porque nadie se convierte cuando quiere, sino cuando es llamado por Dios. Para que el pueblo salga de Egipto y camine a la Tierra Prometida, Dios tiene que romper las cadenas de la esclavitud: “De Egipto llamé a mi hijo”; para que el pueblo regrese del Exilio, como dice la primera lectura, Dios tiene que “recogerlos, traerlos y devolverlos;” así el pueblo, puede regresar con “arrepentimiento y súplicas”.

“Vienen con lágrimas” de arrepentimiento; “los devuelvo con súplicas,” porque un día los aparté por no volverse a mi. Vuelven porque se alejaron; los devuelvo porque yo los aparté. Devuelvo a los del norte, porque los desobedientes fueron al sur, cuando se les dijo: “No regresaréis a Egipto,” donde perecieron. Vienen por el “camino llano” de la conversión para llegar a los “torrentes de agua” del Espíritu.

Para este regreso a Dios sólo hay un camino que es Cristo. Dice Cristo: “Yo soy el camino;” encontrar a Cristo es encontrar el camino de retorno a Dios. Si Jericó es figura del mundo y Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios, caminar de Jericó a Jerusalén es una imagen de la conversión y de la salvación, por la que el hombre retorna a Dios. Convertirse es, por tanto, encontrar a Cristo; creer en él, unirse a él; y seguirlo, es salvarse.

Arrepentimiento y súplicas son el fruto de la fe que testifica en favor de Bartimeo, el pobre mendigo ciego sentado junto al camino, que al escuchar que pasa Cristo, de un salto va a su encuentro “con súplicas,” como dice la primera lectura. Cristo aparenta no escucharlas, para que Bartimeo insista, esperando que alcancen a destapar los oídos de la muchedumbre, que le sigue sin saber que el Mesías ha llegado. Cristo hace esperar a Bartimeo, como el Señor a sus elegidos que están clamando a él día y noche, y con sus clamores salvan al mundo mientras testifican con su fe, el amor de Dios.

Bartimeo estaba sentado; no caminaba porque no había encontrado aún el camino, como dice san Agustín. El Camino vino a él, se detuvo, escuchó sus súplicas y lo llamó, poniéndolo en marcha. Bartimeo ha visto en su ceguera, lo que los ojos de la muchedumbre no han sido capaces de ver. He aquí un ciego que con su oración hizo detenerse al “Sol” en Jericó, como  Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a la multitud; un “ignorante” que instruye a los doctos; un pobre que enriquece a los potentados. He aquí un ciego que ve; un pobre que ha encontrado el “tesoro escondido” y se apresta a registrarlo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!; un pobre mendigo ciego que ha encontrado la verdad de la Vida, y en este momento la tiene a su alcance. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén.

Este encuentro fructuoso se debe a la fe: “tu fe te ha salvado”; la fe de reconocer en Jesús de Nazaret al Hijo de David, al Mesías, que al venir curaría a los ciegos; la fe de reconocer al Señor: “Rabbuni”. Su fe le salva, mientras Cristo, testificando su luz, le cura la ceguera. 

Esta es la fe que hace posible al hombre ser liberado de las ataduras a los bienes, como al ciego, que ante la llamada de Cristo deja su manto y va a su encuentro.

Así viene la Eucaristía, a iluminar nuestra ceguera con la fe, multiplicar nuestra oración, y testificar a Cristo con nuestra curación.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 29º del TO

Sábado 29º del TO 

Lc 13, 1-9

Queridos hermanos:

          El Señor aprovecha la ocasión para deshacer una antigua concepción que sostenía la exclusiva retribución del bien y el mal en esta vida, que ya el libro de Job comienza a relativizar. Ante la pregunta acerca de quien pecó para que aquel hombre hubiera nacido ciego, el Señor responde que ni él, ni sus padres pecaron. La apertura del pensamiento ante la revelación progresiva de una vida trascendente a este mundo lleva implícita, como consecuencia, la apertura a la concepción de una retribución de ultratumba a las acciones humanas. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, pero no unos años más o menos, sino eternamente.

          Tanto la catástrofe de los galileos como el desplome de la torre de Siloé, son tan imprevisibles como el momento de nuestra muerte, que según dice el Señor, no dependen del pecado de quienes la padecen. Si Dios castigara nuestros pecados con desastres o con la muerte, hace mucho que el mundo ya no existiría. Nuestro verdadero problema no son los avatares de esta vida, sino todo aquello que ponga en riesgo nuestro destino eterno: la conversión, o el empecinamiento en nuestros pecados.

          La higuera de la parábola se juega su supervivencia por el fruto. En nuestro caso, aprovechar la acción de la gracia con la conversión, nos alcanza un fruto para la vida eterna. En eso si debe intervenir nuestra voluntad. Por tanto, esta palabra es una llamada a la sabiduría y a la vigilancia.

          En el libro del Éxodo encontramos tres afirmaciones: Dios “ha visto” la opresión de su pueblo, “ha oído” sus quejas, “se ha fijado” en sus sufrimientos. Tres momentos de aproximación a la triste realidad de su pueblo, como las tres veces que el dueño de la viña visitará la higuera en busca de fruto. Dios quiere salvar a su pueblo a través de un enviado al que revela su nombre, dándole su poder. El enviado será Cristo, cuya figura fue Moisés. Si el pueblo en Egipto no cree la palabra de Dios, que Moisés, su enviado, le anuncia, rechaza apoyarse en Yo Soy, ignorando su promesa, por lo cual, permanecerá en la esclavitud de Egipto para siempre, o se arrastrará murmurando por el desierto y allí perecerá.

          Cuando los judíos acuden a Jesús, horrorizados por la tragedia sufrida por algunos galileos, cuya sangre mezcló Pilatos con la de sus sacrificios, Jesús les hará caer en la cuenta de que sobre ellos pesa una amenaza de consecuencias más temibles, si no acogen a quien viene para librarlos de sus pecados. Son sus pecados, los que sitúan sobre sus cabezas la terrible amenaza que los asemeja a aquellos galileos o a los dieciocho desgraciados sobre los que se desplomó la torre de Siloé. Hay una desgracia peor, de la que hay que cuidarse mediante la conversión, que es la muerte del pecado. Cristo viene a perdonarlo en quienes le acogen creyendo en él: “Porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24). Si la salvación que Dios ha provisto en su infinito amor enviando a su propio Hijo es rechazada, qué otra posibilidad queda de escapar de la “muerte sin remedio” (cf. Ge 2, 17).

          San Pablo dirá que “estas cosas sucedieron en figura para nosotros que hemos llegado a la plenitud de los tiempos,” que nos encontramos en el tiempo oportuno y en el día de salvación que es el “Año de gracia del Señor”. Hoy la Iglesia proclama estas cosas, con la esperanza de que produzcan frutos de conversión, y no tenga que ser cortada nuestra higuera, cuando terminado el “tiempo de higos” venga el “tiempo de juicio,” con la visita del Señor.

          Que nuestro ¡amén!, a Cristo, que se nos ofrece hoy en la Eucaristía, nos reafirme en la acogida de la misericordia de Dios, abriéndonos a las necesidades de nuestros semejantes.

          Que así sea.

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Viernes 29º del TO

Viernes 29º del TO

Lc 12, 54-59

Queridos hermanos:

Incluso humanamente, esta, es una palabra sabia. En cierta ocasión me decía un notario que es mejor un mal arreglo que un buen juicio. Cuánto más, frente a Dios, ante quien siendo todos culpables, se nos ofrece el mejor de los arreglos por medio del perdón.

El tiempo de Cristo es un tiempo de paciencia y de misericordia, que la Escritura, por boca del profeta Isaías, denomina “año de gracia del Señor,” que es necesario discernir y acoger, antes que llegue el inexorable “tiempo del juicio,” pues la justicia divina no es inferior a su misericordia. Dice Santiago que “habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia,” a lo que podríamos añadir también con toda certeza, para quien no la acogió, puesto que le fue ofrecida por Cristo, o anunciada por medio de sus discípulos, que deben proclamarla a toda la creación.

El Señor obra unos signos ya anunciados por los profetas en las Escrituras, que se cumplen con la misma fidelidad con la que los fenómenos de la naturaleza lo hacen, obedientes a la ley del creador: “Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado, pero ahora las han visto y nos odian a mí y a mi Padre” (Jn 15, 24). Estos signos muestran al Mesías y anuncian la inminencia del juicio, que, en Cristo, se anticipa como perdón y misericordia. Pretextar ignorancia después de verlos es “hipocresía,” que esconde desprecio por las Escrituras y mala voluntad para la conversión, ante los signos de Cristo, y para quienes rechazan la misericordia sólo queda el juicio y la implacable sentencia de la justicia, ante la cual somos todos reos de culpa. Pero aun siendo grande nuestra culpa, la expiación de Cristo en nuestro favor, sobreabunda sobre nuestra maldad: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia,” como dice san Pablo.

“Bochorno y tempestad” vendrán sobre quienes no se acojan a la gracia que Cristo nos ofrece gratuitamente. Tendrán ojos y no verán, oídos y no escucharán; no tendrán discernimiento para convertirse. Ante la ley y ante el amor y la misericordia que Dios nos ha mostrado en la cruz de Cristo, quién osará presumir de su propia justicia. Pedir perdón, es tener sabiduría; perdonar, es haber alcanzado la salvación.

Para quienes hemos sido ya objeto de la misericordia divina, este es un tiempo de vigilancia; la gracia recibida demanda en nosotros correspondencia respecto a nuestros adversarios, ya que: “Si vosotros no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará.” Para este testimonio hemos sido alcanzados gratuitamente por la misericordia divina en favor del mundo.

Acojamos, por tanto, la gracia de Cristo que se nos da en la Eucaristía, y acudamos al banquete de la misericordia para ser saciados por Cristo y recibir en él vida eterna con nuestro ¡amén!

Que así sea.

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Jueves 29º del TO

Jueves 29º del TO

(Lc 12, 49-53)

Queridos hermanos:

          La palabra del Evangelio nos pone delante a Cristo frente a su misión de transformar el agua en vino, derramando sobre la tierra de nuestra carne el fuego de su Espíritu de amor, como dice san Juan Crisóstomo, haciendo así una nueva creación sustraída a la nada de la muerte del pecado.

          Cristo habla de fuego, bautismo, paz y división. El fuego del amor del Espíritu de Dios debe ser encendido; la muerte del pecado debe ser apagada y asumida por él en el bautismo de la cruz; la falsa paz de los muertos debe ser rota. La misión de Cristo es encender en el mundo el amor de Dios, sumergiéndose en él hasta la muerte.

          Para eso deberá derramar su sangre en un bautismo purificador de toda carne, que separará lo nuevo de lo viejo, la luz de las tinieblas, haciéndose a si mismo señal de contradicción y causa de división, porque las tinieblas se resisten a la luz y al fuego del amor de Dios, con los que será purificada la tierra. El bautismo y el fuego purifican y enfrentan, porque como la sal, queman y escuecen al que entra en contacto con ellos, poniendo de manifiesto la maldad oculta de las pasiones y los vicios.

          El Señor nos habla de un bautismo que es fuego, como había anunciado Juan Bautista: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego.” Deberá ser sumergido en la muerte de nuestros pecados, para que nosotros seamos purificados en el fuego de su Espíritu, que derrame su amor en nuestros corazones y quedemos limpios de las obras muertas. Este es el ansia de Cristo. El bautismo del Jordán será la manifestación del Espíritu, que después encomendará al Padre desde la cruz, derramándolo sobre la Iglesia en la vida nueva de la Resurrección.

          Seguir a Cristo va a suponer un sumergirse con él en el torrente de la persecución y los sufrimientos, de los que el Mesías beberá en su camino (Sal 110, 7) enfrentando a unos contra otros, según lo acojan o lo rechacen: “¿Podéis ser bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?” La Eucaristía y todos los sacramentos de nuestra fe, nos sumergen con Cristo en su muerte y en su resurrección, abrevándonos en el torrente de sus delicias, porque en él está la fuente viva y su luz nos hace ver la Luz.

          Que así sea.

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Miércoles 29º del TO

Miércoles 29º del TO

Lc 12, 39-48

Queridos hermanos:

Dios en su infinita bondad ha querido compartir su “hacienda” con nosotros llamándonos a la existencia, destinada a la comunión de amor con él, dotándonos de los medios necesarios para alcanzarla amando a los hermanos. Todos los medios incluida la existencia misma, están, por tanto, en función del amor, que nos franquea la entrada al Amor, que conocemos como bienaventuranza, cielo, vida eterna, Reino de Dios, Casa del Padre, etc.

Hoy la palabra nos habla de un motivo de vigilancia para acoger al Señor que viene de la boda y entrar con él al banquete del amor. Se trata de estar preparados para el día de su “visita” inesperada, en la que vendrá a pedir cuentas de nuestra administración de sus dones; de su amor. Vendrá como ladrón para quienes consideran propios los dones del Señor y para quienes no lo esperan ni desean su venida. Viene a reclamar el tesoro que le pertenece y nos fue encomendado acrecentar, para retribuir a cada uno según haya realizado su servicio, amando.

Nosotros, como dice el Evangelio, no somos sino administradores a prueba, a quienes el Señor quiere poner al frente de toda su hacienda, dándonos su Espíritu para siempre, si es que hemos sido fieles y solícitos en llevar a cabo aquello que se nos encomendó: ¡Servir!: ¡Amar!

Nuestra fidelidad y solicitud consistirá en que no nos hayamos apropiado aquello que se nos encomendó para servir, amando, no sólo al Señor con pureza y sobriedad, sino también a nuestros hermanos, con el mismo amor con el que hemos sido amados y le debemos a Dios.

Si bien esta vigilancia es necesaria para cuantos se disponen a servir al Señor, tanto más lo es, para quienes son llamados a ser administradores de los bienes de su casa, fieles y prudentes, al cuidado de otros siervos y siervas. Dichosos quienes se mantienen en esta fidelidad y prudencia en el servir constantemente al Señor, porque ellos se nutrirán de lo sabroso de su casa y serán abrevados en el torrente de sus delicias, mientras a los infieles se les pedirá cuentas de su encomienda y se les pagará de acuerdo a sus obras. Como decía san Juan de la Cruz: Seremos examinados en el amor.

En espera de esta venida del Señor, se nos concede ahora, según nuestra disposición, poder ser alimentados para recibir vida eterna, prenda de nuestra herencia en Cristo Jesús, que se entregó por nosotros.

Que así sea.

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Martes 29º del TO

Martes 29º del TO

(Lc 12, 35-38)

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra nos habla de la vigilancia del corazón en espera del esposo: ”Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas”. Se espera además con la puerta cerrada, para abrirla sólo al Señor cuando llegue y llame. Otros vienen a llamar (como el ladrón del v. 39), pero no encuentran franca la entrada del corazón, porque la verdadera vigilancia es la del corazón, como dice la esposa del Cantar: “yo dormía, pero mi corazón velaba”, porque el corazón se va tras el bien que atesora. Por eso, “sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que ansía tu corazón,” adornado con la prudencia de las vírgenes del Evangelio (Mt 25, 1-13).

          Vigilar es, pues, vivir en el Señor. Tener el corazón en el Señor, esto es: amarlo. Vigilar y amar se corresponden, y se acompañan de sobriedad y santidad (1P 1, 13-16). El que ama, espera y transforma la ausencia en presencia interior rebosante de gozo; el que ama, puede acoger al amado que llega en la noche, de repente, y arrastra con él a la fiesta de bodas al que está preparado y esperando. Llega el banquete en el que el Señor se hace siervo, y el siervo desposa a su Señor. La espera del amor es gozosa, más fuerte que la muerte, y es defensa frente al ataque del enemigo (Mt 24, 43).

          Ésta es una palabra que nos exhorta a la intimidad del amor, porque el que ama espera en medio de la oscura incertidumbre de la vida, y se prepara para acompañar al esposo hasta la consumación del amor. El amor envuelto en gozo acrecienta el deseo, para que la debilidad del sueño no sea capaz de perturbarlo, ni apagarlo las aguas torrenciales del sufrimiento.

          El Señor se ha desposado con nosotros entregándose en la cruz, y nosotros le esperamos entregándonos a él, a su voluntad, amándole con toda nuestra vida: “Si alguno me ama guardará mi palabra; el que cumple mis mandamientos, ese me ama; y este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.” Esperemos despiertos en el amor y amémonos en la espera. “¡El que no ame a Cristo sea anatema!¡Ven Señor!

          Que así sea

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Lunes 29º del TO

Lunes 29º del TO

(Lc 12, 13-21)

Queridos hermanos:

          Por la experiencia de muerte que todos tenemos a consecuencia del pecado, la precariedad del mañana nos empuja a tratar de asegurar nuestra subsistencia, a buscar seguridad en las cosas y a atesorar conducidos por la codicia, siendo así que, sólo Dios es la vida y el bien de cuanto existe. El problema está en que el atesorar involucra inexorablemente el corazón y mueve sus potencias: entendimiento y voluntad de forma insaciable, ya que el corazón humano es un abismo, una sima que sólo Dios puede colmar. Codiciar es amar el dinero, y como dice san Pablo (Col 3, 5) es una idolatría; es lo contrario de amar a Dios. El que ama, se vacía de sí mismo, se da, porque es verdaderamente rico y todo le sobra, porque el amor sacia, mientras que la codicia es mísera e insaciable, y todo lo esclaviza. Si lo que atesoramos no es el amor, expulsamos a Dios de nuestro corazón, porque donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón. Como dice el Apocalipsis: “Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas.” Dice el salmo (36, 4): “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”.

Todo en este mundo es precario; sólo Dios es subsistente y eterno. Por eso, enriquecerse y atesorar, sólo tiene sentido en orden a Dios, que es el sumo Bien imperecedero, que no pasa, en quien las riquezas no se corroen y a quien los ladrones no socavan ni roban. Por medio de la caridad y la limosna, nuestro amor al dinero se purifica, se muda en amor a Dios y a los hermanos y se desarraiga al diablo de nuestro corazón: “Dad en limosna lo que tenéis (en el corazón), y todo será puro para vosotros”. Enriquecerse en orden a Dios equivale a empobrecerse en orden a los ídolos, a cuya cabeza está el dinero, que se acrisola salándolo con la limosna, como fuego y cruz purificadora.

Al “joven” rico del Evangelio, el Señor le dio la oportunidad de atesorar sus riquezas en las santas moradas, pero fue incapaz de despegarlas de este mundo, recibiendo la tristeza como recompensa. Los dones de Dios en un corazón idólatra se convierten en trampas. La necedad está en dejar que la codicia guíe nuestra vida sin calcular lo efímero de la existencia, mientras la sabiduría está en poner en el Señor nuestro cuidado, y en la caridad nuestro afán. Solamente en el Señor está la verdadera seguridad: “Dichoso el hombre que esto tiene; dichoso el hombre cuyo Dios es el Señor.”

Dios es la vida, y enriquecerse en orden a Dios lleva a enriquecer nuestra vida hasta hacerla eterna, cuando nuestra entrega sea total, hasta el extremo, como la de Cristo. Para eso ha venido Cristo: para sanar el corazón arrancándolo del pecado, para que su Espíritu viva en nosotros y sacie plenamente nuestras ansias de vida, haciéndonos libres de toda codicia.

La Eucaristía nos ayuda a unirnos a la entrega de Cristo, diciendo amén a la comunión con su carne que se entrega para comunicarnos vida eterna.

Que así sea.

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Domingo 29º del TO B (DOMUND)

Domingo 29º del TO B

(Is 53, 10-11; Hb 4, 14-16; Mc 10, 35-45)

DOMUND: Is 60, 1-6;                

Queridos hermanos:

Tanto ha hablado Cristo a sus discípulos de su reino, que todos ansían alcanzarlo. Pero tratándose de un reino de amor, reinar equivale a amar, y siendo el Reino de Dios, debe amarse como ama Dios y no como lo hace el mundo. Por eso dice Cristo: “Como el Padre me amó, yo os he amado a vosotros,” y “este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado.”

Yo os he amado a vosotros entregándome en la cruz, porque así me ha amado mi Padre, entregándose totalmente, eternamente a mí. A mi vez, yo os envío mi Espíritu Santo, mi Amor, para que podáis amaros así, entregándoos mutuamente, totalmente y para siempre, los unos a los otros, sirviéndoos hasta dar la vida.

Eso es reinar en mi reino, dice el Señor, y a mayor entrega, servicio y humillación, mayor será vuestra grandeza, y más cerca estaréis del “trono de la gracia” del que habla la segunda lectura, en el que me ha colocado mi Padre, en la cruz, cúspide de su amor.

Hoy la palabra nos hace contemplar el anuncio de la pasión antesala de la Pascua, y mientras Cristo se prepara para entregarse, los discípulos siguen en su concepción carnal del reino, en la que los judíos esperan la glorificación de Israel, sin integrar al plan de Dios las figuras del Siervo sufriente, del pastor herido, o la oscuridad del “día del Señor”.

Es inmediato dejarse llevar de los criterios carnales, pero Cristo vive en otra onda, propia del Espíritu, que es el amor. Su reino es el amor, y quien quiera situarse cerca de Cristo debe acercarse a su entrega de amor que es eminente, e inaudita en su misericordiosa justicia.

Este puede ser un punto importante para nuestra conversión: centrarnos en el amor, en el servicio a los demás sin contemplarnos a nosotros mismos, sino a Cristo, en cuyo amor resplandece el rostro del Padre.

 Con nuestra naturaleza caída que nos incapacita para comprender las Escrituras, nos mantenemos en la realidad carnal, que al igual que a los apóstoles, nos lleva a buscar ser, en todo. Frente a esta realidad, el Evangelio nos sitúa ante el hombre nuevo, en Cristo, que se niega a sí mismo por amor, anteponiendo el bien del otro mediante el servicio, hasta el extremo de dar la propia vida, apurando la copa de la ira en el bautismo de su propia sangre. Este es el llamamiento a sus discípulos como “seguimiento de Cristo”: «Que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»

          Jesús va delante porque indica el camino, abre el camino, es el camino mismo. Sabiendo que los judíos buscan matarlo, sus discípulos se sorprenden y tienen miedo, pero ya el Señor les tiene preparadas unas buenas obras que deberán realizar cuando reciban la fuerza del Espíritu Santo. Para esto hemos sido también llamados nosotros, como dice san Pablo, “En orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios para que caminásemos en ellas”

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 28º del TO

Sábado 28º del TO

Lc 12, 8-12

Queridos hermanos:

Esta palabra gira en torno al testimonio del Señor que hemos acogido, habiendo realizado para nosotros y en nosotros las maravillas de su amor. Todos somos llamados, y es una deuda de gratitud dar testimonio de lo que Dios ha hecho con nosotros en Cristo. Podemos dudar de ideas y conceptos que superan nuestra capacidad, pero no podemos negar los hechos con los que Dios nos ha testificado su amor en Cristo, Hijo suyo y Señor nuestro.

También Cristo ha venido para dar testimonio de la Verdad, que es el amor del Padre a todos los hombres, y que manifestó entregando su vida para el perdón de los pecados. Dice Cristo, que es posible rechazar al hijo del carpintero, pero ¡ay! del que rechace las obras con las que el Espíritu Santo testifica en él. No es igual ofender la humanidad evidente de Cristo, que su divinidad visible en las obras del Espíritu, que el Padre le concede realizar: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre.” Para algunos Padres de la Iglesia, pecar contra el Espíritu sólo es posible habiéndolo recibido en el bautismo y permaneciendo impenitente; obstinadamente contumaz en la ofensa.

El problema de la encarnación está referido no solamente a Cristo, sino que trasciende también a su Iglesia: “Quien os acoge a vosotros me acoge a mí, y quien me acoge a mí, acoge a Aquel que me ha enviado”. En ese “vosotros” están los apóstoles, los catequistas y cuantos son enviados en su nombre. El envío es la primera característica del verdadero apóstol y después vendrán las otras que menciona san Pablo: paciencia en el sufrimiento, y señales, prodigios y milagros. “Al que yo envío le acompaña mi terror”.

Junto a sus enviados, el Señor suscita también los carismas a través del Espíritu, que la Iglesia debe discernir. No reconocer el discernimiento de la Iglesia ignorando los frutos del Espíritu, es una tremenda responsabilidad, de la que deberemos rendir cuentas y que ya ahora tiene sus consecuencias en la propia vida.

Que así sea.

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San Lucas

San Lucas evangelista 

(2Tm 4, 9-17; Lc 10, 1-12.17-20

Queridos hermanos:

          Hoy celebramos la fiesta de san Lucas, evangelista, compañero de san Pablo en la evangelización y testigo del Evangelio y de la acción de Dios, como él mismo nos cuenta en sus escritos de los Hechos de los Apóstoles. No hay mejor forma de hacerlo presente que con el Evangelio de la misión de los setenta y dos discípulos, en el que el Señor mismo los envía como pequeños y con la urgencia del anuncio del Reino, a llevar la Paz y a comunicar la Vida Nueva. Esta fue su vida en lo que conocemos.

          Si ciertamente es importante la obra de san Lucas, sus escritos como testimonio de Cristo, más importante es el testimonio de su vida, entregada al servicio del Señor en la evangelización, contribuyendo a la propagación de la fe, haciendo de su vida un culto espiritual a Dios por la predicación del Evangelio, verdadera liturgia de santidad. Ciertamente es una gracia haber sido llamado a encarnar la misión del enviado del Señor, pero su gloria es haberla aceptado, gastando su vida siguiendo en la Regeneración del mundo, a aquel que murió y resucitó para salvarnos. Cuánta gente malgasta su vida en sobrevivir, sin más fruto que tratar de satisfacer su propia carne, a riesgo de frustrarse a sí mismo en su vocación al amor.

          Los apóstoles son enviados de dos en dos, como encarnación de la cruz de Cristo y testigos de su amor en el anuncio del Reino. En efecto, son necesarios dos para testificar, y para hacer visible la caridad de Aquel, de quien son enviados a dar testimonio de amor, como dice san Gregorio Magno (Hom., 17, 1-4.7s). Decía san Pablo: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo! Nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús. Anunciar el evangelio no es sólo transmitir palabras, sino propagar el amor y el perdón que se anuncia, de forma que se haga carne en quien lo lleva y en quien lo recibe. El mandamiento del Señor no es: que habléis del amor con el que yo os he amado, sino: “Que os améis como yo os he amado," y este amor engendra amor, generación tras generación. San Lucas, no sólo escribió, sino que contagió el amor de Cristo gastando su vida. Esa es la razón por la cual, siendo grande “la mies” de los que necesitan escuchar, sean pocos los “obreros” dispuestos a trabajar en ella.

Los misterios del sufrimiento y de la cruz acompañan la vida del testigo como han acompañado la de Cristo. Dar la vida por amor es perderla, negarse a sí mismo en este mundo, en una inmolación que lleva fruto y recompensa para la vida eterna. Pero el amor no se impone y debe ser acogido en la libertad y en la humildad de quienes lo presentan sin poder, como “pequeños” que anuncian al que viene con ellos con la omnipotencia del amor.

También nosotros, llamados a la fe, estamos siendo constituidos en testigos del amor del Señor que nos salva, nos llama y nos envía, incorporándonos a Cristo y a la obra de la regeneración por el Evangelio, como lo fue él mismo Lucas y todos los demás discípulos, cuyos nombres escuchamos unidos a la historia de la salvación y cuyos hechos proclamamos como palabras del Dios vivo, que sigue, llamando y salvando a la humanidad.

          En cada generación, la Iglesia debe transmitir la fe, e ir incorporando a sus nuevos hijos en el Cuerpo de Cristo, hasta que se complete el número de los hijos de Dios; la muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de la que habla el Apocalipsis (7, 9).         

          A esto nos invita y nos apremia hoy esta palabra, mediante la fortaleza que brota de la Eucaristía en la que nos unimos a Cristo y a su entrega por la vida del mundo, para testificar el amor del Padre.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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