Jueves 18º del TO
Mt 16, 13-23
Queridos hermanos:
Dios se hace presente en este mundo, en Cristo, para librarlo de la esclavitud al diablo y sellar con los hombres una alianza nueva y eterna, pero primeramente se presenta a sus discípulos, como el Siervo que debe entrar en la muerte y resucitar. Ambas cosas difícilmente comprensibles a la mentalidad carnal del momento. Sólo con la venida del Espíritu Santo, se iluminará a los discípulos la cruz, como misterio de salvación envuelto en el sufrimiento del sacrificio redentor, de la misericordia divina: ¿Quién decís vosotros que soy yo? El Espíritu de Dios da la respuesta por boca de Pedro: “Tu eres el Cristo”, que Mateo completa: “El Hijo de Dios vivo.” Entonces Jesús, después de anunciarles su pasión, muerte y resurrección, añade: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.”
El Padre revela a través de Pedro la fe que fundamentará y
sostendrá a la Iglesia, Y a Cristo, en su misión de Siervo, en cuya entrega se
complace el Padre: “Era necesario” que el Cristo padeciera. El Hijo del hombre
“debe sufrir mucho.”
Pedro, es pues, investido por Cristo de las prerrogativas
de Mayordomo de la Casa de Dios, cuyo distintivo son las llaves, como Eliaquín,
en el palacio de David (Is 22, 20-22); de las del Sumo sacerdote Simón hijo de
Onías, (cf. Simón hijo de Jonás, Mt 16, 17, o Simón hijo de Juan, Jn 1, 42),
que puso los cimientos del templo (Eclo 50,1); y de las del Sumo sacerdote
Caifás, (Kefa, Cefas), para pronunciar el nombre de Dios, el día del Yom
Kippur: “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.”
Esta designación de Pedro, parte de la elección divina,
gratuita, que lo impulsa a proclamar el nombre de Dios, que sólo era lícito al
Sumo Sacerdote, y a que revele la filiación divina de Cristo, fundamento de la
nueva fe, que será el cimiento de la Iglesia, como comunidad mesiánica,
escatológica, que comienza a existir.
Por eso, “Cefas” (cfs), sustituye a Caifás (cfs), cuya función queda tan obsoleta, como el culto en el templo de Jerusalén, una vez que la Presencia de Dios (Shekiná) lo abandona, al rasgarse el velo del Templo de arriba abajo. Desde aquel año en el que el hilo rojo de las puertas del Templo no fue blanqueado (F. Manns, “Introducción al judaísmo,” cap. V p.73: En la fiesta de Kîppûr, amarraban un hilo rojo a las puertas del Templo y otro hilo rojo a los cuernos del cabrito, que era echado al desierto. Si la oración del sumo sacerdote, la confesión, era sincera, el hilo rojo que estaba en la puerta del Templo cambiaba de color y se transformaba en blanco. Por eso Isaías dice que aunque tus pecados sean rojos como escarlata serán blancos como la lana (cf. Is 1,18). El talmud nos dice que cuarenta años antes de la destrucción del Templo, el hilo rojo no se volvió blanco (en Yom Kippur). Si hacemos los cálculos nos llevamos una sorpresa. El Templo fue destruido en el 70. Entonces, cuarenta años antes significa que nos encontramos justamente en la época de la crucifixión (Pascua) de Jesucristo. Es el talmud quien lo dice.
Precisamente, el nuevo sacerdocio se inicia
fuera del templo y de Jerusalén, en el lugar “profano” de Cesarea de Filipo, y
ajeno a la casta sacerdotal de los levitas. La “unción” realizada por Cristo,
viene de lo alto, mediante la revelación hecha a Pedro de la nueva fe: “Jesús
de Nazaret es el Cristo, el Hijo del Dios vivo.”
Pedro
por inspiración de Dios va a recibir el "primado" en la proclamación
de la fe en Jesús de Nazaret: Tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, fe sobre la que se va a cimentar la
Iglesia, y va a recibir de Cristo la promesa también del primado, en el
gobierno de la Iglesia misma. La confirmación de esta promesa, la recibirá
cuando haya profesado por tres veces su amor a Cristo (Jn 21, 15-19).
Dios desvela a los discípulos la persona del Cristo, que
viene a salvar lavando los pecados, y que Zacarías anuncia, como fuente que
brota de la casa de David, en Jerusalén, en medio de un sufrimiento profundo,
en el que será traspasado el “hijo único,” que en el Evangelio se revela como
“Hijo del Dios vivo.” De su costado abierto, manarán como de una fuente, agua y
sangre. Se derramará “un espíritu de gracia y de clemencia,” en el que la
Iglesia ve anunciado el Bautismo que nos salva, y que lava el pecado.
La dialéctica entre muerte y vida, introducida en la
historia por el pecado del hombre, alcanza a la redención, que Dios mismo asume
en su propio Hijo, para dar al hombre vida eterna, cuando la historia sea
recreada por la misericordia divina, mediante la aniquilación de la muerte, en
la cruz de Cristo Jesús. Esta fuente abierta está en la Iglesia, y sus aguas
saludables brotan sin cesar de su seno bautismal, como del corazón de Cristo
crucificado, para comunicar vida eterna a cuantos se incorporan a él mediante
la fe revelada a Pedro, y que obra por la Caridad, como dice Santiago.
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