Viernes 19º del TO
Mt 19, 3-12
Queridos hermanos:
Hoy el
Evangelio nos habla de matrimonio, repudio y celibato.
Dios ha
creado al “hombre”, varón y hembra, para que en esta vida formen una unión
fecunda, y los ha unido en una sola carne, para que puedan cumplir su primer
precepto: “creced y multiplicaos”,
para lo cual, superando los lazos naturales con sus padres, “dejará el hombre a su padre y a su madre y
se unirá a su mujer,” para crear lazos nuevos a través de los cuales se
abra camino la vida, llegue a poblar la tierra y la someta, y vaya así
completándose el número de los hijos de Dios en el Reino que irrumpe con Cristo
y culmina con su Parusía.
El que
Dios haya creado junto al hombre una sola mujer y no varias, apunta al proyecto
de su voluntad respecto a la unicidad de la unión: hombre y mujer, y no hombre
y mujeres, con la gran repercusión que esto tiene en orden al amor entre los
esposos y con los hijos. Ambos se dan y se reciben totalmente del cónyuge y no
lo comparten con alguien ajeno, de forma que la unión no venga relativizada ni
disuelta con la pluralidad.
Abandonar
esta misión por el motivo que sea, no forma parte del plan originario del
creador al formar al hombre a imagen de su amor fecundo, y a semejanza de su
unidad y comunión inquebrantables. Será siempre la pérdida o la corrupción de
esta imagen y semejanza, la causante de que se pervierta el plan originario de
Dios, o sea puesto entre paréntesis en alguno de sus aspectos, en espera de su
redención. Con la vuelta al “principio”, anterior al pecado, puesto que el
pecado es perdonado en Cristo, y concedido el Espíritu Santo, el repudio, como concesión
a la incapacidad de la naturaleza caída, no tiene ya justificación alguna.
Sólo en
función del desarrollo del Reino al que sirve también la fecundidad humana,
como explica san Mateo, será dada también a la persona humana, la capacidad de
renunciar a la unión conyugal y a la fecundidad, para una dedicación plena al
servicio del Reino, tal como tendrá efecto, cuando el Reino llegue a su plenitud
en la vida futura de la bienaventuranza. Entonces lo instrumental dará paso a
lo esencial. Ni disminuirán ni aumentarán los bienaventurados, y la fecundidad
procreadora habrá concluido su misión. La comunión espiritual será plena entre
los bienaventurados e indisoluble en el Señor.
Sea cual
sea la misión a la que el Señor nos conceda dedicar esta vida, estará en
función de la vocación única, eterna y universal al amor, por la que hemos sido
llamados a la existencia y a la que nos unimos en la Eucaristía. Este es por
tanto nuestro cometido en esta vida como dice san Pedro (2P 1, 11): “Hermanos, poned el mayor empeño en
afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Así se os dará amplia entrada en
el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”
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