San Lorenzo, diácono y mártir
2Co 9, 6-10;
Jn 12, 24-26
Queridos hermanos:
Hacemos presente hoy a san Lorenzo, en quien el fuego de amor encendido y asumido por Cristo para librar al hombre de aquel otro “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), vence al que matando el cuerpo no puede hacer más, evitando así, la suerte, de quien rechaza la oferta de gracia y de misericordia del Señor.
Llamados al fruto que permanece eternamente, la caducidad
de nuestra vida, debe acogerse a la resurrección de quien ha entrado en la
muerte para destruirla. Cristo nos invita al fruto de su victoria sobre la
muerte, mediante la fe en él, que es también amor, y no puede alcanzarse sin la
negación propia en este mundo, que supone donación e inmolación, al estilo de
la semilla, recibiendo el Espíritu Santo, con el que es honrado por Dios todo
discípulo, y capacitado para reproducir la entrega del Maestro, y con ella su abundancia
de vida.
El fruto del amor encierra un misterio de muerte y de vida.
Dios ha querido que la vida no se transmita por contagio, sino por inmolación
de amor. Se engendra con gozo, se da a luz con dolor, pero sólo llega a
plenitud, mediante una entrega irrenunciable. Lo vemos en la generación humana
y de forma eminente en la Regeneración realizada por Cristo y propagada por la
Iglesia a través de los siglos. Entonces como ahora, el grano de trigo debe
morir para dar fruto.
Tenemos que aprender a relativizar esta vida, estando
dispuestos incluso a perderla por los demás. Sólo quien cree firmemente en Dios
y en sus promesas de vida eterna puede darse a los demás, perdiendo su tiempo,
su dinero y hasta su propia vida, ofreciéndola “como hostia viva”, confiando en su promesa. Sólo quien ha conocido
el amor de Dios siendo poseído por su Espíritu, puede amar así.
Toda vida humana tiene en este mundo esa precariedad, en
la que no faltan sufrimientos y muerte, y se nos enseña a no poner en ella
nuestras esperanzas y nuestros desvelos, para que no quedemos defraudados,
mientras quien siga a Cristo en la muerte, lo encontrará en la resurrección. Como
escribió Benedicto XVI: “El que pretenda
guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará (Lc 17, 33), dice Jesús en una
sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn
12, 25). Con estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través
de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en
tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su
sacrificio personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del
amor y de la existencia humana en general” (Deus Caritas est, 6).
Que la Eucaristía venga en nuestra ayuda para que busquemos
las cosas de arriba donde está Cristo que se entrega por amor.
Que así sea.
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