Lunes 18º del TO
Mt 14, 13-21
Queridos hermanos:
La primera cosa que aparece en esta palabra es un banquete gratuito que sacia y sobreabunda, y que es servido por los apóstoles. Está en el contexto de la Pascua, y lleva a plenitud el pasaje de Eliseo que con veinte panes de cebada sacia a cien hombres según la palabra del Señor: “Comerán, se saciarán y sobrará”.
Es Cristo quien trae el alimento que sacia de vida a quien
escucha, como dice Isaías (55, 1-3). Él es la palabra que sella la Alianza
eterna del amor del Padre, del que nadie podrá separarnos como dice san Pablo (Rm
8, 35ss). Él es el profeta prometido y esperado a quien había que escuchar: “Este es mi Hijo amado ¡escuchadle!"
El Evangelio de hoy, está en el trasfondo pascual de la
Eucaristía. El alimento que trae “el profeta” para saciar al hombre, partiendo
de la precariedad humana, sobre la cual es pronunciada una palabra del Señor
que la hace fruto inagotable de evangelización, primero para Israel y después
para las naciones.
Estos signos de Cristo, son los que quisiéramos ver a
nuestros pastores y a nuestros gobernantes. A Cristo, quisieron hacerlo rey por
saciar de pan a la gente, pero él no lo hizo para solucionar el problema del
hambre, sino como signo de su misión mesiánica de saciar profundamente el
corazón del hombre.
No fueron los 20 panes de Eliseo ni los 5 de Cristo los que
saciaron, sino Cristo mismo con su Pascua, a la que somos invitados por la fe y
el bautismo. Llamada a formar un solo pueblo y un solo cuerpo en Cristo, en la
Eucaristía.
Cristo es el pan del cielo, que no cae como el maná, sino
que se encarna en Jesús de Nazaret, y a través de la Iglesia, sacia al hombre
generación tras generación, en su inagotable sobreabundancia de vida y de
gracia. Pan que baja del cielo y da la vida al mundo, para que lo coman y no
mueran.
La Eucaristía nos incorpora a la Pascua de Cristo, que como
Alianza eterna, nos alcanza y nos une en sí mismo al Padre. Un solo cuerpo y un
solo Espíritu, como una sola es la meta y una la esperanza en la vocación a la
que hemos sido convocados. La Eucaristía injerta nuestro tiempo en la eternidad
de Dios; nuestra mortalidad en su vida perdurable; nuestra carne en la comunión
con su Espíritu.
¿Realmente hemos sido saciados por Cristo? ¿Sobreabunda en
nosotros su gracia, para ser capaces de dar de comer a esta generación el pan
bajado del cielo que es Cristo?
Que así sea.
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