Sábado 19º del TO

Sábado 19º del TO 

Mt 19, 13-15

Queridos hermanos:

          El “niño”, para Cristo, es el “pequeño” del Evangelio. Lejos del niño la incredulidad, no duda de lo que se le dice, confía en su padre y no se cree alguien, es humilde, y sensible al amor. Sus muchos defectos y carencias están a la vista; es malo sin malicia, y acepta la corrección.

          Que Dios se haya mostrado en el camino del sufrimiento, del servicio y de la humildad, para acercarse a nosotros, es debido a que su grandeza, su poder y su gloria, forman un todo con su amor misericordioso. Dios es amor, y no hay grandeza mayor que amar. No es cuestión sólo de obediencia, de imitar a Cristo, ni de humildad, sino de amor. Tan grande como su poder para crear el mundo lo es su misericordia para redimirlo, y su bondad para salvarlo. Su Yo, no necesita afirmarse frente a nada ni nadie como lo necesitamos nosotros en nuestra insignificancia. El amor no mira a nadie por encima del hombro, ni se guarda, ni se ensalza a sí mismo, sino que se complace en servir y anonadarse a sí mismo por el otro, como ha hecho Cristo. Como dijo san Bernardo: “Amo porque amo; amo por amar.” Buscar la propia gloria pone de manifiesto la propia insignificancia, pequeñez y vaciedad. Si él, que es grande, se abaja, cuánto más nosotros que tenemos tanto por lo que abajarnos, decía san Juan de Ávila.

          El Señor nos llama a un servicio que consiste en hacer presente al Padre, a través del don con el que hemos sido agraciados en Cristo. Glorificar a Dios con nuestra vida, implica que nosotros reconozcamos nuestra nada en cuanto se nos encomienda, porque todo lo bueno, noble y justo que pueda haber en nosotros, nuestra propia vida, es fruto de su gracia. Cristo se hizo el último, el menor y el siervo de todos, vaciándose por nosotros, y así mostró su grandeza; por eso sus discípulos podemos hacernos pequeños para mostrar a Cristo. Pequeño es el que se abandona en las manos del Señor, como Cristo, que siendo igual al Padre, se sometió a su voluntad. La humildad y el amor se dan la mano, como lo hacen la soberbia y el egoísmo. Para la obra de Dios, nuestras cualidades sólo son impedimento, y así, aceptar nuestra pequeñez es dejar que aparezca su grandeza. Nuestra verdadera grandeza y nuestra plena realización están en sabernos situar como criaturas ante el creador. El que se hace grande, se predica a sí mismo y no a Cristo, haciendo ostentación de su necedad, y en consecuencia no lleva a los hombres a Dios, en quien solamente se puede encontrar vida.

          El discípulo no es enviado en sus fuerzas sino en el nombre y el poder del Señor, para llevar a los hombres a Cristo. Es su poder el que brilla mediante nuestra humillación. Por eso no hay mayor gloria de Dios que la humillación de Cristo, que se abandona en sus manos y se entrega por nosotros: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco.” El soberbio, el altanero, el engreído, es un iluso si piensa que ha conocido a Cristo.

          Sin Cristo, el hombre no soporta la humillación; le parece absurda. En cambio por el amor de Cristo, la humillación es “grandeza de alma,” como diría San Ignacio de Antioquia, necesaria para negarse a sí mismo por el amor de Dios.

          Que así sea.

                                                 www.jesusbayarri.com

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