Martes 20º del TO
Mt 19, 23-30
Queridos hermanos:
Una
observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos
al leer lo que el Evangelio dice acerca de la riqueza, esto es, la dificultad
que supone a quienes la poseen para entrar en el Reino de los Cielos. Jesús
habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden salvación, porque el
Reino de los Cielos es la salvación experimentable ya aquí mediante el
encuentro con Cristo por la fe. La vida eterna es salvación, y por eso Jesús
siguiendo el Antiguo Testamento (Lv 18, 5), dice a uno de los principales (Lc
18, 18), “cumple los mandamientos; haz
esto y vivirás” (Lc 10, 28).
Pero el
Reino de los Cielos es además de salvación, misión salvadora, y por eso, el
Señor dice al “joven rico” (Mt 19, 21): “cuanto tienes dáselo a los pobres,
luego ven y sígueme, porque la vida eterna es: “Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado
Jesucristo” (Jn 17, 3).
Entrar en
el Reino de Dios implica el “seguimiento de Cristo,” y seguir a Cristo, dejar
casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, renunciando hasta a
la propia vida, y recibir en el mundo venidero, vida eterna.
Seguir a
Cristo, se contrapone a buscar en este mundo la propia vida, porque: “El que busca en este mundo su vida, la
perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la guardará para
una vida eterna.”
Jesús parece decirle al rico: La vida eterna es la herencia
de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme;” cree, hazte discípulo del “maestro bueno,” llegarás a amar a tus enemigos, “serás hijo de tu padre celeste,” y
tendrás derecho a la herencia de los hijos que es la vida eterna.
El Señor le invita a seguirle en su misión
salvadora, pero sabemos que se marchó
triste porque tenía muchos bienes; su tristeza procedía de que su
presunto amor a Dios era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, y que
le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para
seguirle. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la
carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante
sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le
habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como
añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus
bienes, y al prójimo como a sí mismo.
Que así sea.
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