Viernes 23º del TO
Lc 6, 39-42
La Caridad y el Juicio
Queridos hermanos:
En esta feria recordamos la memoria del “Dulce nombre de María,” que por su gracia, cambia la etimología de su nombre derivado de amargura, en dulzura.
Detrás de esta palabra se esconde una verdad luminosa y profunda: todos somos pecadores, y si hemos alcanzado misericordia, ha sido por puro don gratuito de Dios. No por mérito propio, sino por gracia. Por eso, lo que pretendemos corregir en los demás, suele formar parte de nuestros propios defectos. La paja en el ojo del hermano también está en el nuestro, pero además cargamos con la viga de nuestra falta de caridad.
Nuestra visión está nublada, si carece de la
luz de la caridad, esa luz que justifica al pecador, porque —como dice san
Pablo— “la caridad todo lo excusa y no lleva cuentas del mal” (cf. 1 Co 13,7).
Lo que creemos luz en nosotros, no es sino tinieblas. Y los hombres, más que
nuestra reprensión, necesitan nuestra oración.
Si en nosotros no brilla la caridad, más nos
vale buscarla con urgencia, antes de atrevernos a corregir a los demás. De lo
contrario, seremos como guías ciegos que guían a ciegos y arrastran a otros al
hoyo.
La caridad, hermanos, corrige nuestras miserias
y disimula las ajenas. Cuando falta la caridad, magnificamos los defectos del
prójimo y minimizamos los propios. Entonces, juzgamos y corregimos en los demás
lo que deberíamos limpiar en nosotros. El problema no son las briznas ajenas de
imperfección, sino las vigas propias de nuestra falta de amor. Nos resulta más
fácil sermonear que ayunar; más cómodo criticar que levantarnos en la noche a
rezar por los pecados del hermano.
Sobre nosotros pesa una acusación: somos
convictos de pecado, acusados en espera de sentencia. Pero en Cristo, Dios ha
promulgado un indulto, al que debemos acogernos. Y en lugar de hacerlo, nos
erigimos en jueces, negándonos a conceder gracia a los demás. El Señor llama a
esto hipocresía, y nos invita a elegir el camino de la misericordia, que somos
los primeros en necesitar.
Si Dios ha pronunciado una sentencia de
misericordia en este “año de gracia del Señor”, ¿quiénes somos nosotros para
convocar a juicio, poniéndonos por encima de Dios? Si la ley es el amor, tiene
razón Santiago al decir que quien juzga se pone por encima de la ley, y por
tanto, no la cumple.
Si nos llamamos cristianos, debemos comprender
que es más importante tener misericordia que corregir las faltas ajenas. Más
importante que juzgar, es cargar con el otro por amor, como Cristo ha cargado
con nuestras culpas. Más importante es redimir, que denunciar.
Esto no impide que, ante ciertos pecados
graves, haya que reprender al hermano a solas, con amor, buscando ganarlo, como
enseña el Evangelio (cf. Mt 18,15; Lc 17, 3). Ama, y haz lo que quieras: tanto
si corriges como si callas, lo harás por amor.
En la Eucaristía, Cristo se nos entrega, y nos
invita a devolver lo que tomamos de su mesa: perdón, misericordia, amor. “No
juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis,
seréis juzgados; y con la medida con que midáis, se os medirá” (cf. Mt 7,1-2).
Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad para
sacar la brizna del ojo de tu hermano.
La caridad, sufre por el desvarío del pecador y
se alegra por su conversión, considerándolo como miembro propio.
Recordemos que la caridad que nos une a Dios,
nos une también a los hermanos. Y siendo hijos de Dios, nos une incluso a los
enemigos. La caridad que nos diviniza, nos hace verdaderamente humanos.
Los padres del desierto decían: “Cuando
juzgamos a un pecador, nuestra conversión se detiene.” El Señor ha comparado la
falta del prójimo a una paja, y el juzgar, a una viga. Así de grave es juzgar:
más grave, quizá, que otros pecados que podamos cometer.
El fariseo que oraba y agradecía a Dios por sus
buenas acciones decía la verdad, pero no fue justificado. Porque aunque debemos
agradecer a Dios por cualquier bien que podamos realizar —pues lo hacemos con
su asistencia— esto debe movernos a la caridad, no al juicio ni a la
vanagloria. El fariseo fue rechazado por decir: “No soy como los otros hombres”
(cf. Lc 18,11), sin dar gloria a Dios y despreciar al pecador. Fue culpable por
juzgar la persona del publicano, su alma, su vida entera.
Hermanos, que la caridad sea nuestra luz. Que
ella nos guíe en el camino del Evangelio. Que ella nos enseñe a ver, no para
condenar, sino para salvar.
Amén.
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