Jueves 24º del TO
Lc 7, 36-50
El Amor que nos salva
Queridos hermanos, como nos enseña san Juan, “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). Y de ese Amor procedemos. No somos fruto del azar, sino del designio amoroso de Aquel que nos ha concebido, creado, redimido, perdonado nuestros pecados, y predestinado a la comunión con Él en su gloria eterna. Ese Amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, para que podamos amar como Él nos ama.
Recordemos a Abrahán, padre de la fe. Él creyó
en Dios, y esa fe le fue contada como justicia. Pero no fue sino después de
veinticinco años que recibió al hijo de la promesa. Sólo tras ser probado en su
fidelidad, recibió la bendición. Así también nosotros, llamados a permanecer
fieles en el Amor del Señor, alcanzaremos la vida prometida. Ya lo decía el
profeta Habacuc: “El justo vivirá por su fidelidad” (Hab 2,4). Y Cristo, en el
Evangelio, nos exhorta: “Permaneced en mi amor… El que persevere hasta el fin,
se salvará” (Jn 15,9; Mt 24,13).
Este conocimiento del Amor, que se nos revela
en el perdón, hace nacer en nosotros un amor nuevo. Como aquella mujer del
Evangelio, que amó mucho porque mucho le fue perdonado (Lc 7,47). A mayor
conciencia de nuestros pecados, mayor será la gratitud por el perdón recibido,
y más grande será nuestro amor. Pero si nos creemos justos, si nos sentimos
satisfechos de nosotros mismos, nuestro amor será débil, y nuestro
agradecimiento escaso. Así ocurre con el fariseo que juzga, frente al publicano
que fue justificado. El Señor ha venido a buscar y sanar a los pecadores. “¡Ay
de vosotros los hartos!”, dirá Jesús (Lc 6,25).
El Señor, por boca del profeta Oseas, nos dice:
“Yo quiero amor, y conocimiento de Dios” (Os 6,6). Conocer a Dios no es sólo
saber de Él, sino haber experimentado su Amor, especialmente en el perdón.
Todos somos pecadores. Creerse justo no nos hace menos pecadores, sino más
ignorantes de la Ley y de nosotros mismos. Quien se auto justifica,
difícilmente pedirá perdón, y por tanto, tendrá poca experiencia del Amor. Y
quien ama poco, es porque ha conocido poco el perdón.
El fariseo del Evangelio está atrapado en esta
ceguera. Cristo quiere iluminarlo con la Palabra, pero su pretendida justicia
lo impide. Juzga y desprecia a la pecadora, y así se cierra a la misericordia
que podría salvarlo. “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado”, les dice Jesús
(Jn 9,41).
El Amor procede de Dios. Él ama y perdona en
Cristo. Y cuando ese Amor es acogido por la fe, el Espíritu Santo lo derrama en
nuestros corazones. Entonces, el hombre responde al Amor con su amor. El Amor
de Dios, que salva al hombre y lo hace hijo en el Hijo, retorna a Él como
ofrenda viva.
Hoy, queridos hermanos, esta Palabra nos
confronta. Nos invita a abrir el corazón al Amor que perdona, que transforma,
que salva. Nos llama a gustar la promesa de vida eterna en la Eucaristía,
porque “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo
resucitaré en el último día” (Jn 6,54).
Que así sea.
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