Viernes 22º del TO
Lc 5, 33-39
El vino nuevo del Espíritu
Queridos hermanos, si aceptamos que el vino nuevo es el amor de Dios, derramado por el Espíritu en el corazón del hombre mediante la fe, entonces comprendemos que esta fe, como encuentro vivo con Cristo, es un don gratuito, pero también libre. Es el Padre quien revela al Hijo, movido por el Espíritu, haciendo al hombre capaz de contener ese vino nuevo: el amor divino que supera el vino añejo de la ley.
El gozo del Espíritu no se mezcla con la
tristeza del ayuno impuesto. El don del Espíritu, siendo gratuito, no se
impone; respeta la libertad del corazón humano. Puede ser acogido o rechazado,
pues el Señor no fuerza la puerta del alma. Así lo dice la Escritura: “La fe no
es de todos” y “Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae”. Es el Padre
quien entrega las ovejas al Hijo, y el Hijo las guarda con ternura.
El Evangelio nos presenta la alegría de las
bodas con la presencia del Esposo. El ayuno cristiano, entonces, no es una
práctica vacía, sino una actitud de espera ante la ausencia del amado. San
Pablo ve a la comunidad como la esposa, y él, como amigo del Esposo, contempla
la acción del Espíritu en ella. En Cristo, el Esposo embellece a su esposa con
la dote de su Espíritu, llamando a los discípulos a una relación de amor con
Dios.
Somos invitados a participar del banquete
nupcial en el Reino. La esposa es santificada por la santidad del Esposo, y
sale a su encuentro en el desierto cuaresmal, para escuchar su voz y dejarse
seducir por Él. Sin el consuelo del Esposo, todo otro consuelo, aunque no sea
ilícito, se vuelve vano e insignificante ante el amor.
La novedad del encuentro con Cristo es
incomprensible para quienes no han experimentado la consolación del Espíritu.
Lo que nos hace odres nuevos no es la ley, sino la acogida de la misericordia.
El Señor no vino a buscar a los justos, sino a los pecadores, capacitándolos
para ser colmados del vino nuevo del Espíritu Santo. Como dice san Pablo:
“Llenaos más bien del Espíritu” (Ef 5,18).
Como Cristo, también sus discípulos se someten
al combate del desierto, como testimonio de su amor total al Padre. Se dejan
conducir por el Espíritu, incluso hasta la cruz, en favor de los hombres. Juan
y sus discípulos, como los judíos, viven en la ausencia del Esposo y excitan la
espera de aquel que aún no han reconocido, aunque está en medio de ellos.
En cambio, los discípulos de Cristo,
embriagados por el vino nuevo del encuentro, gozan de su presencia. Y cuando el
Esposo se aparte, tendrán la consolación del Espíritu, y su recuerdo se hará
memorial perpetuo y gozoso, mientras dure la espera de su regreso. Ese será el
verdadero ayuno: no la privación de alimento, sino el quebranto por la ausencia
del amado.
Volver al sinsentido de una vida sin Cristo es
el ayuno más tremendo, sólo soportable por la consolación del Espíritu que
clama en lo profundo del corazón: “¡Abbá, Padre!”. Sin Cristo, y sin la unción
del Espíritu que centra la relación con Dios en el amor, los discípulos de los
fariseos y de Juan deben ejercitarse en el combate contra la carne. El ayuno
tiene sentido como medio, no como fin. Hacer del ayuno un valor absoluto es lo
que lleva a los fariseos a criticar a Cristo, que come y bebe, y a sus discípulos,
que no ayunan.
El mundo da valor a las dietas y privaciones,
como si fueran virtudes. Pero san Pablo advierte: “Su dios es el vientre” (Flp
3,19). La aflicción del ayuno sólo tiene sentido ante la ausencia del Esposo,
como expresión del deseo ardiente de su presencia.
El tiempo de la expectación ha terminado. Juan
se goza con la presencia del Salvador, y transfiere sus discípulos al esperado
de todas las gentes. Él termina su carrera, y se prepara para recibir la corona
de gloria que le espera.
Que así sea.
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