B. Virgen María de los Dolores
Hb 5, 7-9 ó 1Co 12, 12-14.27-31; Jn 19, 25-27 ó Lc 2, 33-35.
María, Madre Dolorosa
Queridos hermanos, elevemos hoy nuestra mirada con reverencia hacia María, la Madre Dolorosa, esposa fiel y virgen fecunda. Desde el primer instante de su existencia, fue privilegiada por Dios, preservada del pecado original en su Inmaculada Concepción. Esta criatura única, llena de gracia, fue elegida para acoger en su seno al Amor encarnado: el Verbo hecho carne, que tomó de ella lo humano, menos el pecado, porque en ella no lo halló.
No fue sólo vaso de carne para el Redentor.
María participó plenamente en la misión redentora de su Hijo. Él, al ofrecerse
puro sobre el altar de la cruz, tomó lo que quiso salvar en nosotros. Y así,
purificándonos con su sangre, nos hizo hijos en el Espíritu, hermanos suyos, y
dejó a María como Madre nuestra, singular privilegio de la humanidad.
Ella, la Corredentora, unida estrechamente al
sufrimiento del único Redentor, aceptó que la espada atravesara su alma. Así se
cumplió la profecía de Simeón, que anunció su dolor como espejo del martirio de
su Hijo. No sufrió los clavos, pero sí la lanza que, aunque traspasó sólo el
cuerpo de Cristo, atravesó su corazón de madre, como canta san Bernardo. Por
ello la proclamamos Reina Madre de los Mártires, pues fue madre del Rey de
todos los que entregaron su vida por amor.
Su corazón, lleno de serenidad y mansedumbre,
reflejaba la ternura del Hijo que, desde lo alto del madero, sólo pidió perdón
para sus verdugos. En ella no hay odio ni desesperación, sólo compasión y
fortaleza silenciosa. ¿Quién ha sufrido más y ha amado mejor?
No existe dolor más fecundo ni amor más grande
que el que María aceptó, mediando con su entrega en la obra de nuestra
salvación. Al pie de la cruz, nos acogió como hijos, colaborando en el misterio
de la gracia que nos salva.
Por eso, al ponerla ante nuestros ojos,
suplicamos que su piedad nos alcance la fortaleza para amar a Cristo, para
someternos con alegría a la voluntad del Padre que nos dio a su Hijo.
Concluyamos, hermanos, con las palabras
luminosas de san Bernardo, que resumen esta contemplación y nos marcan el
camino:
“Si se levantan las tempestades de tus
pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos
quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la
Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte
al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y
rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino.
Invocándola, no te desesperarás. Y guiado por Ella, llegarás seguro y
felizmente al Puerto Celestial.”
Amén.
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