Sábado 24º del TO
Lc 8, 4-15
La tierra del corazón y el Evangelio
Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos revela hoy un combate sagrado: el enfrentamiento entre la fuerza vivificadora del Evangelio y la seducción persistente del mal, que intenta impedir que esa semilla divina fructifique en el campo de batalla que es nuestra propia tierra, nuestra realidad humana, tantas veces endurecida y llena de impedimentos.
El camino representa la dureza del corazón,
pisoteado por los ídolos del mundo. Las piedras son los obstáculos del
ambiente, la seducción de la carne, la superficialidad que impide que la raíz
se afiance. Y las riquezas, hermanos, son los espinos que ahogan la Palabra,
desviando el alma hacia lo efímero. En definitiva, nuestra naturaleza caída
resiste la acción sobrenatural de la gracia. Por eso necesita ayuda, cuidado
constante, atención amorosa, como el cultivo de un campo que espera la lluvia y
la mano del labrador.
San Lucas nos lo recuerda: “La semilla cayó en
tierra buena, en aquellos que con corazón bueno y recto retienen la Palabra y
dan fruto con perseverancia” (Lc 8,15). Aquellos que la entienden (Mt 13, 23). Dios
es ese agricultor divino. Él trabaja nuestra tierra, la limpia, la prepara, la
fecunda. Pero nosotros debemos unirnos a Él, dejarnos moldear por su voluntad
amorosa.
La Palabra, como semilla, debe caer en la
tierra y hacerse una con ella. Solo así dará fruto, y ese fruto es el amor. El
hombre, unido a su Creador en un destino eterno de vida, hace que la Palabra no
vuelva vacía al que la envió, sino que regrese después de haber dado fruto
abundante. Pero para ello, hermanos, hay que velar, esforzarse, perseverar,
permanecer, hacerse violencia. Son palabras que nos recuerdan que el Reino se
conquista en combate, como el trabajo arduo que precede a una buena cosecha.
No olvidemos que en esta lucha espiritual nos
guía una esperanza cierta: es el Señor quien toma la iniciativa, quien
permanece a nuestro lado hasta el fin, garantizando el fruto, ya sea del
treinta, del sesenta o del ciento (Mt 13, 23). Como dice el Evangelio y comenta
san Juan Crisóstomo: “Salió el sembrador a sembrar”. El sembrador sale, se hace
visible, se acerca, y al salir nos da la comprensión de los misterios del
Reino. Nos invita a subir a su barca, como dice san Hilario, para ponernos a
salvo de las olas de la muerte.
Pero no solo sale con la Palabra: sale con la
semilla de su propio cuerpo. La siembra derramando su sangre sobre nuestra
tierra, a veces dura, a veces llena de cardos, espinas o piedras. Porque llama
a muchos, para recoger mucho fruto. También nosotros, generación tras
generación, somos llamados a que nuestra sangre, como la de Cristo, sea
sembrada. Como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos
segados: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50,13).
Con la persecución, hacemos presente al Señor
que nunca nos abandona. Él nos acompaña siempre con su cruz, levantada y
gloriosa, desde la cuna hasta el sepulcro. Que esta cruz sea nuestra fuerza,
nuestra esperanza y nuestra victoria.
Amén.
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