Domingo 25º del TO C
Am 8, 4-7; 1Tm 2, 1-8; Lc 16, 1-13 ó
10-13
Los bienes temporales y la vida eterna
Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos presenta hoy una enseñanza luminosa sobre la relación entre los bienes de este mundo y la vida verdadera. Nos invita a un discernimiento profundo entre los medios y el fin, recordándonos que estamos de paso en esta tierra. Todo lo que poseemos lo administramos por un tiempo, y por ello debemos aprender a usarlo con sabiduría, dando a cada cosa su justo valor. Amar las cosas, sí, pero no más de lo que conviene. Amarnos a nosotros mismos, sí, pero no por encima del amor que debemos a Dios.
Como el administrador astuto del Evangelio,
entendemos que los bienes materiales son medios, no fines. Están al servicio de
un propósito mayor: alcanzar la bienaventuranza eterna. Esa es la astucia que
el Señor alaba en la parábola: saber sacrificar beneficios inmediatos por un
bien superior. Cristo observa que esta sagacidad se encuentra más
frecuentemente en los hijos del mundo que en los hijos de la luz. Y lo dice
para exhortarnos, para despertarnos. Porque las riquezas, por su inmediatez,
tienen poder para mover el corazón humano más fácilmente que la promesa futura
de la gloria eterna, debilitada muchas veces por nuestra escasa fe.
Pero este es, en el fondo, un problema de
discernimiento. Y el discernimiento nace del amor que ha madurado en la fe. Las
raíces de la fe dan profundidad y firmeza al corazón, especialmente cuando
enfrenta adversidades. Recordemos las semillas que caen entre piedras y perecen
por falta de raíz. Así también nuestra fe puede marchitarse si no está bien
arraigada.
Recordemos también el discernimiento de Jacob,
que valoró la primogenitura por encima de todo, como quien encuentra un tesoro
escondido o una perla preciosa. El encuentro con el Reino de Dios, a través de
la predicación y las obras de Cristo, es un misterio de fe. Y ante ese misterio
deben rendirse todas nuestras ansias, todas nuestras conquistas, incluso
nuestra propia existencia.
Por eso, hermanos, el desmesurado amor propio,
el orgullo, la soberbia, y el desordenado amor por las riquezas, sofocan el
discernimiento. Son como los abrojos que ahogan la semilla, capaces incluso de
arruinar la fe y la vida entera.
El Señor, en su pedagogía divina, nos habla de
“las riquezas injustas” para enseñarnos a ganar las verdaderas. ¿Cómo puede
subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes sin la limosna?
Incluso lo adquirido honradamente está sujeto al principio de la destinación
universal de los bienes. La caridad purifica el corazón, desprendiéndolo de lo
que contamina. A través de “lo ajeno”, lo que se nos ha confiado temporalmente,
Dios nos llama a amar “lo nuestro”: lo verdadero, lo eterno, lo que no nos será
arrebatado. A través de lo pasajero, nos invita a valorar el don eterno de su
Espíritu.
Que así sea para nosotros, al recibir la vida
eterna en nuestro “amén” a la entrega de Cristo. Porque al comer su cuerpo y
beber su sangre, entramos en comunión con Él, y en esa comunión encontramos el
verdadero tesoro, la perla preciosa, la vida que no termina. Amén.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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