Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael
Dn 7,
9-10.13-14; Ap 12, 7-12; Jn 1, 47-51
Arcángeles, Mensajeros del Amor Divino
Queridos hermanos, hoy la Iglesia nos invita a contemplar con gratitud y reverencia a los santos arcángeles que conocemos por la Sagrada Escritura: Miguel, Gabriel y Rafael. No son simples figuras celestiales, sino signos vivos del amor de Dios que se manifiesta en nuestra historia.
Miguel,
cuyo nombre significa “¿Quién como Dios?”, nos revela el poder divino que vence
el mal. Gabriel, “fortaleza de Dios”, nos anuncia la esperanza que se encarna
en María. Rafael, “medicina de Dios”, nos acompaña en el camino de sanación y
consuelo. Ellos, servidores del Altísimo, han sido enviados para asistirnos en
nuestras necesidades, fortalecer nuestra fe y recordarnos que no estamos solos.
Son testigos del amor de Dios que nos busca, nos cuida y nos salva.
Las
realidades celestes no son fruto de nuestra imaginación, sino revelaciones que
Dios, en su infinita bondad, ha querido compartir con nosotros. La tradición
también nos habla de otros ángeles: Uriel, fuego de Dios; Jofiel, belleza de
Dios; Raziel, guardián de los secretos; Baraquiel, bendiciones de Dios. Todos
ellos, reflejos de la gloria divina, nos enseñan que el cielo está más cercano
a nosotros de lo que creemos.
En
la primera lectura, se nos presenta la multitud de ángeles como servidores
fieles ante el trono de Dios. En la segunda, contemplamos el combate
espiritual: Miguel al frente de los que permanecieron fieles, mientras los que
se rebelaron —los demonios— fueron vencidos y apartados de la presencia divina.
En el Evangelio, los ángeles sirven a Cristo, el Hijo de Dios, por quien se
abren los cielos y se unen a Él en la tierra. En Él comienza a realizarse el
Reino de Dios.
Cristo
ha visto a Israel bajo la higuera, cuyas hojas cubrieron la miseria de Adán y
Eva tras el pecado. Él conoce la desnudez radical del corazón humano, esa que
sólo Dios puede ver, como nos recuerda san Agustín en su tratado sobre el
Evangelio de san Juan.
El
sueño profético de Jacob, la escalera que une cielo y tierra, y las ansias
humanas de alcanzar lo divino —como en Babel— se cumplen en Cristo, “Dios con
nosotros”. Lo que era imposible para el hombre separado por el pecado, Dios lo
ha hecho posible en su Hijo. Jacob vio en sueños la piedra sobre la que se
abría el cielo; Natanael, su descendiente, ha contemplado la verdadera piedra:
Cristo, sobre quien el cielo se abre definitivamente.
Por
el Espíritu, los hombres descubren esta unión entre Cristo y el cielo, y son
enviados —como ángeles— a proclamarlo a toda la creación. Así como los ángeles
son instrumentos de la caridad divina, también nosotros estamos llamados a
serlo, aquí en la tierra y, más plenamente aún, en la eternidad del cielo.
Según
los nombres que reciben en la Escritura, los ángeles pueden ser clasificados en
tres coros: adoradores, combatientes y mensajeros. La tradición nos habla de
nueve coros celestiales: serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes
y potestades; principados, arcángeles y ángeles. Cada uno con su misión, cada
uno con su canto.
Hoy los hacemos presentes en nuestra oración, acogiendo la gracia que Dios nos ofrece a través de ellos. Elevamos nuestra bendición y acción de gracias al Señor, por el amor que nos muestra, por la salvación que nos regala, y por la compañía celestial que nos sostiene en el camino.
Que así sea.
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