Miércoles 23º del TO
Lc 6, 20-26
Llamados a la Bienaventuranza y la santidad
Queridos hermanos, Dios ha creado al hombre para compartir con él su vida beata. En lo más profundo del corazón humano ha sembrado una sed insaciable de bienaventuranza, esa plenitud que llamamos felicidad. Esta vocación, inscrita en nuestra alma desde el origen, nos revela que hemos sido hechos para la comunión con Dios. Y por eso, cuando el hombre se aleja de su Creador, experimenta una frustración constante, un vacío que nada en este mundo puede llenar.
Pero bendito sea Dios, que no ha dejado al
hombre en su extravío. Para que podamos alcanzar nuevamente esa bienaventuranza
perdida por el pecado, nos ha enviado a su Hijo, Cristo Jesús, “vida nuestra”,
en quien la vida divina se ha encarnado. En Él, el Reino de Dios se nos ofrece
como gracia, como don gratuito, como promesa de plenitud.
Ante Jesús se presenta la muchedumbre y sus
discípulos. Los discípulos, que han creído en Él, han arrebatado ya el Reino de
los Cielos. La muchedumbre también está llamada a poseerlo, si acoge con fe la
predicación. Por eso, en el sermón de las bienaventuranzas, dos se refieren al
presente del discípulo, y las demás al futuro de quienes aún están por creer.
Las bienaventuranzas que abrazan a los discípulos —los pobres de espíritu y los
perseguidos por causa de la justicia— enmarcan el mensaje entero, como puertas
abiertas que invitan a todos a entrar.
Los discípulos son los que han abrazado la
pobreza espiritual y la persecución por amor a la justicia que viene de Dios.
Estas dos realidades, pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del
camino, hasta la meta que es el Reino.
La Palabra nos invita a contemplar ese Reino
que Cristo inaugura en el corazón del hombre, un Reino que se opone
radicalmente al espíritu del mundo. Lo poseerán los humildes, los mansos, los
que lloran, los misericordiosos, los puros de corazón, los pacíficos, los que
tienen hambre y sed de justicia. Todos ellos serán conformados a Cristo, y
tienen ya la promesa de alcanzarlo.
Este Reino no se impone, no hace ruido al
llegar. Viene como brisa suave, como semilla que germina en el silencio. Y sin
embargo, exige de nosotros una respuesta: fe, conversión, combate interior.
Porque el Reino se arrebata haciéndonos violencia, con la fuerza de una
adhesión humilde y libre.
El discípulo que pertenece al Reino se
caracteriza por la humildad: pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el
sufrimiento. Ha sido sanado de la soberbia, del orgullo que lo alejaba de su
condición de criatura. Por eso no puede gloriarse ante el Señor, sino en el
Señor, como nos recuerda san Pablo.
Y el Señor nos dice hoy: “Quienes poseéis estos
dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Porque vuestra
recompensa es grande en los cielos, y de ella gozan los profetas, perseguidos
antes que vosotros.”
Nosotros también, si somos pobres de espíritu,
si sufrimos persecución por vivir según la justicia, si nos encontramos entre
los mansos, los puros, los misericordiosos, estamos llamados a ser
bienaventurados como los santos. Aquellos que, según el Apocalipsis, forman la
muchedumbre inmensa que alaba a Dios (cf. Ap 7,9).
San Pablo lo proclama con claridad: “Esta es la
voluntad de Dios: vuestra santificación” (cf. 1 Ts 4,3). En los albores del
cristianismo, así se llamaba a los miembros de la Iglesia: santos. En su
primera carta a los Corintios, Pablo se dirige “a los santificados en Cristo
Jesús, llamados a ser santos, junto a todos los que en todo lugar invocan el
nombre de nuestro Señor Jesucristo.”
La santidad, hermanos, consiste en que el amor
de Dios sea derramado en nuestros corazones por obra del Espíritu Santo. Y
santo es quien permanece en ese amor, como nos dice el Señor: “Permaneced en mi
amor.”
El Papa Benedicto XVI, en el Ángelus del día de
Todos los Santos de 2007, nos recordaba que el cristiano ya es santo por el
Bautismo, que lo une a Jesús y a su misterio pascual. Pero también debe
convertirse, conformarse a Él cada vez más íntimamente, hasta que en él se
complete la imagen de Cristo, el hombre celeste.
A veces pensamos que la santidad es un
privilegio reservado a unos pocos. Pero no, hermanos. Ser santo es el deber de
todo cristiano, y más aún, ¡de todo hombre! Porque Dios nos ha bendecido y
elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.”
Todos los seres humanos estamos llamados a la
santidad. Esta consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella semejanza con
Él según la cual hemos sido creados. Todos somos hijos de Dios —en sentido
amplio— y todos debemos llegar a ser lo que somos, por medio del camino
exigente de la libertad. Dios nos invita a formar parte de su pueblo santo. Y
el Camino es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios. Nadie va al Padre sino por Él
(cf. Jn 14,6).
Que la fidelidad de los santos a la voluntad de
Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la
santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo. Ellos, que han
vencido en las pruebas, pueden ahora interceder por nosotros en el combate.
Nuestra esperanza se fortalece, y en ella se van quemando las impurezas de
nuestra debilidad.
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