Jueves 22º del TO
Lc 5, 1-11
“Pescados para la Vida”
Queridos hermanos, así como los panes y los peces se multiplicaron en las manos del Señor, también los pescados de la red se multiplican, trascendiendo su limitación espacio-temporal ante la palabra creadora de Dios. Porque cuando la eternidad irrumpe en el tiempo, el Ser se manifiesta en la vaciedad de la nada, y el amor resplandece en medio de la sordidez de la rebeldía humana.
El sustento y el trabajo, que antes estaban
sujetos a la maldición de la frustración, fruto de la ruptura entre la libertad
del hombre y la providencia del Creador, ahora son redimidos. Donde se dijo:
“Comerás el pan con el sudor de tu frente”, ahora se proclama con esperanza:
“Desde ahora serás pescador de hombres.” Porque Cristo ha descendido a la
muerte, no para someterse a ella, sino para destruir su poder y rescatar a los
que estaban bajo su influjo. Y, Cristo, nos invita a seguirle en la
regeneración universal.
La predicación del Evangelio es la misión por
excelencia de la Iglesia. Por ella, la Palabra ha llegado hasta nosotros,
transmitida fielmente por los apóstoles. Jesús dijo a sus primeros discípulos:
“Seréis pescadores de hombres.” Y así somos nosotros, como peces sacados del
mar de la muerte —ese mar en el que fuimos sumergidos por el pecado—,
rescatados por el anzuelo de la cruz del Señor.
San Agustín nos enseña que, a diferencia de los
peces que mueren al ser pescados, nosotros, al ser sacados del mar —figura de
la muerte en la Escritura—, somos devueltos a la vida. ¡Qué misterio tan
glorioso! Lo que mejor nos dispone a ser pescados por la fe no es nuestra
fuerza, sino nuestras miserias y sufrimientos. Cristo nos invita a tomar cada
día ese anzuelo, que es la cruz, y aferrarnos a ella, porque en ella se nos
anuncia la salvación.
La llamada a los primeros discípulos nos revela
la iniciativa divina: es Dios quien llama. Y la respuesta del discípulo no
puede esperar, no puede excusarse. San Pablo lo proclama: “Todo el que invoque
el nombre del Señor se salvará.” Porque la salvación llega al corazón que acoge
la Palabra de Cristo, que anuncia el amor gratuito de Dios. Quien responde a la
llamada, parte como anunciador de la Buena Nueva, y en su testimonio, otros
encuentran la fe y la salvación.
La fe nace del testimonio que el Espíritu Santo
da a nuestro espíritu, en lo profundo del corazón. Si Dios comienza a ser en
nosotros, entonces nosotros somos en Él. Y nuestro corazón, transformado, se
abre y abraza a todos los hombres. Ya no vivimos para nosotros mismos, sino
para Aquel que se entregó, murió y resucitó por nosotros. Nuestra vida se
convierte así en testimonio vivo del Don recibido.
Finalmente, la Eucaristía nos invita a entrar
en comunión con la salvación de Cristo. Invocamos su Nombre, creemos en la
predicación apostólica, acogemos su Palabra, y nos unimos a su entrega. En cada
celebración, el cielo toca la tierra, y nosotros, pescados por la cruz, somos
alimentados por el Pan de Vida.
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