Miércoles 24º del TO
Lc 7, 31-35
El Combate del Espíritu como llamada a la Misericordia
Queridos hermanos, ¿qué vemos hoy en el rostro del mundo? Indiferencia, apatía, desdén, tibieza, cinismo y nihilismo. Estos no son simples estados del ánimo, sino reflejos de una muerte espiritual que se cierne sobre muchas almas. Son señales de una necedad que se opone al Espíritu, que es vida, prontitud, buen ánimo y alegría.
Y este combate, hermanos, no es ajeno a
nosotros. Es el combate de cada día: primero contra la debilidad e impotencia
de la carne, y también contra la fuerza del mal que nos acecha. Pero no estamos
solos. ¡No! Permanecemos aliados con el poder de Dios, que nos fortalece y nos
sostiene.
La inmadurez en la fe y en el amor no puede
sino conducirnos a la aniquilación interior. San Pablo nos exhorta: “Alegraos
con los que se alegran, llorad con los que lloran.” Esta es la vida adulta en
el Espíritu, que participa de ambas realidades: el gozo y el dolor. Pero el
inmaduro se sustrae de ellas, porque le falta amor. Vive a nivel instintivo y
sentimental, aunque haya sido profundamente amado por Dios.
Dios nos ama. Nos ha creado para vivir en su
amor, colmándonos con sus bienes y dándonos sus mandatos para nuestra
felicidad. Pero cuando nos apartamos de Él, todos los males nos sobrevienen.
¿No lo vemos en nuestra historia personal? ¿No lo vemos en nuestra sociedad?
Cristo ha venido a rescatarnos de la maldición
de nuestro extravío. Nos ha manifestado su amor. Sin embargo, ¡cuán grande es
el peligro de la indiferencia! Indiferencia para acoger la llamada a la
conversión, indiferencia para entrar en el gozo de la misericordia. Como
aquella generación incrédula y perversa, que se contentaba con la seguridad de
una pretendida justicia, por saberse raza de Abrahán, cobijando su impiedad a
la sombra del templo, pero sin penetrar en él con todo su corazón.
¡Oh generación inmadura, caprichosa e
insoportable! Incapaz de escuchar para alegrarse por la bondad de Dios, ni de
entristecerse por sus pecados. Prefiere la mediocridad egoísta de una vida
carnal al gozo y a los combates del espíritu.
También nosotros, hermanos, necesitamos
discernir. Fuera del camino del Señor, sólo encontraremos la nada y las
tinieblas perdurables. Si dejamos de lado a Dios y nos aferramos a la
mediocridad de la carne, despreciamos la infinita grandeza de su bondad.
En lo tocante a la fe, al amor y a la esperanza
—y por tanto, a la salvación— no hay nada más nefasto que la apatía y la
tibieza. El Señor nos dice: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres
tibio, voy a vomitarte de mi boca.” Y también: “¿Qué más he podido hacer por ti
que no haya hecho? Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado?
Respóndeme. Yo te saqué del país de Egipto, te rescaté de la esclavitud.”
¡Qué palabras tan duras, pero tan verdaderas!
El Señor nos las dirá, y quedaremos avergonzados por nuestra necedad y
perversión.
Por eso, hermanos, acojamos su gracia. Porque
es tiempo de misericordia. Busquemos su rostro, porque Él es grande en perdonar
a quienes de todo corazón se vuelven a Él.
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