Domingo 23º del TO C
Sb 9,13-19; Filemón 9b-10.12-17; Lc
14,25-33
El amor: camino de cruz y de vida
El Evangelio nos revela que hay dos formas de
vivir esta vida. La primera consiste en tratar de realizarse, progresar, tener
éxito, conseguir una buena posición, familia, dinero, bienestar… En una
palabra, “buscar la propia vida”, como dice la Escritura.
Hay otra forma, que consiste en acudir a
Cristo, seguirlo y hacerse discípulo suyo, haciendo lo que Él hizo: negar su
propia vida y perderla, entregándola por amor en una cruz.
El Señor nos advierte que, “si alguno quiere
vivir así”, debe comprender que esto solo es posible apoyándose en Él, con su
gracia, porque no es posible hacerlo con nuestras solas fuerzas.
Dios es amor. No un amor abstracto, lejano o
indiferente, sino un amor que quiere nuestro bien, que desea elevarnos desde
nuestra realidad carnal y complaciente para llevarnos al amor que da vida: amor
a Dios y amor al prójimo. “Haz esto y vivirás” (Lc 10,28), nos dice la
Escritura.
Pero nuestro corazón, herido por el pecado,
tiende a apropiarse incluso de lo más sublime. Por eso, la única forma de
purificar la intención profunda de nuestro corazón es mediante la negación de
sí mismo, ese “odiar la propia vida” que nos propone el Evangelio (cf. Jn
12,25). Es la cruz la que nos enseña a acoger lo que viene de Dios como causa
primera, negando aquello que nos encierra en nosotros mismos. Nuestro yo debe
eclipsarse ante el Yo del Amor, ante el Señor del universo.
El camino del discípulo exige una decisión
vital: abandonar todo en la Palabra de Cristo. Esta decisión se concreta en la
renuncia a los bienes, en poner la propia vida a los pies del Señor, como un
bautismo en el amor de su Nombre. Tomar la cruz y seguirle es aceptar su misión
salvadora, poniendo nuestra existencia al servicio del Reino.
Negándonos a nosotros mismos, amamos a Aquel de
quien todo lo hemos recibido. Amamos su voluntad, su promesa, su vida
verdadera. Y esa vida no se posee en la carne, sino en una dimensión
trascendente: en la eternidad.
Seguir a Cristo es acoger el Reino de Dios y
entrar en él. Pero esto supera nuestras fuerzas humanas. Es don gratuito,
recibido desde lo alto mediante la fe en Cristo. Porque “nuestra lucha no es
contra la carne ni la sangre” (Ef 6,12), y el amor al que somos llamados no es
terrenal, sino celeste.
Nuestros amores, siempre marcados por el
interés, se convierten en ataduras que nos impiden volar hacia la inmolación
del yo, en aras del amor de Cristo. Por eso, el joven rico se entristece:
porque no pudo soltar sus seguridades y acoger la palabra del Señor. En cambio,
los mártires encarnaron esta entrega, unidos a Cristo, y encontraron la paz.
Solo en la fe, como don del Espíritu, es
posible asumir el sufrimiento y la muerte que implica negarse a uno mismo.
Porque ya no nos sostenemos en lo mundano, sino en la bienaventuranza eterna,
recibida de Cristo como certeza viva y garantizada por la fe. El sufrimiento,
la angustia y la muerte se convierten entonces en parte del itinerario del
amor, camino hacia la plenitud.
Dice el Señor: “Si alguno quiere venir en pos
de mí…” (cf. Mt 16,24). Yo he entrado en la muerte para vencerla, por vosotros.
Me he vaciado de mis prerrogativas, entregando mi voluntad al Padre. Quien me
sigue será incorporado a mi vida y a mi misión. “Donde yo esté, allí estará
también mi servidor” (Jn 12,26).
Yo me he uncido a vosotros en el yugo de
vuestra carne, para arar juntos lo que, solos, era imposible para vosotros. No
retuve mi condición divina, y vosotros debéis negar vuestra condición humana:
padre, madre, hermanos, esposa, hijos, bienes… hasta la propia vida. Como yo
recibí vuestra carne, vosotros debéis recibir mi Espíritu, para uncirnos bajo
un mismo yugo (cf. Dt 22,10). La libertad verdadera consiste en desatar las
amarras que nos atan, para poder arar con Cristo.
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón” (Mt 11,29), dice el Señor. Él, siendo Dios, se hizo hombre, se sometió
al Padre, tomó nuestra carne y arrastró el arado de la cruz con mansedumbre.
Nosotros, siendo hombres, queremos ser dioses, nos rebelamos, nos llenamos de
orgullo y violencia, y nos sometemos al yugo del diablo, que nos fatiga y nos
agobia. Por eso, el Señor nos dice: “Aprended de mí”. No a crear el mundo, sino
a ser mansos y humildes, como enseñó san Agustín. No a ser dioses, sino a someternos
al Padre, trabajando con Cristo, el Redentor del mundo.
A esta meta nos incorpora la Eucaristía, cuando
decimos “Amén” a la entrega de Cristo, que se nos ofrece sacramentalmente en su
carne y en su sangre. En ese “Amén” está nuestra cruz, nuestra renuncia,
nuestra unión con Él. Y en esa unión está la vida eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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