Sábado 25º del TO
Lc 9, 43b-45
La Palabra que Discierne y Transforma
Queridos hermanos:
Las Sagradas Escrituras no son simplemente palabras escritas en un libro antiguo. Son el testimonio vivo de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación. Pero para que esa Palabra se enraíce en el corazón del creyente, necesita ser encendida por el fuego del Espíritu Santo. Sólo Él puede unificarla en nuestro interior, dándonos los criterios para discernir los acontecimientos del pasado, del presente y del futuro. Porque el discernimiento verdadero, el que brota del amor, no nace del esfuerzo humano, sino que es derramado por el Espíritu en el corazón que se abre con humildad.
En tiempos de Jesús, Israel esperaba al Mesías
glorioso, al que vendría sobre las nubes del cielo, restaurando la soberanía de
su pueblo. Pero antes de esa manifestación gloriosa, debía llegar el “año de
gracia del Señor”, anunciado por Isaías, encarnado en el Siervo de Yahvé. Y ese
Siervo, rechazado por muchos, fue descrito con dolorosa precisión por el libro
de la Sabiduría. Cristo, en su pedagogía divina, instruyó a sus discípulos en
este discernimiento, fruto de una maduración en el amor. Y hoy, también a
nosotros, el Señor nos abre las Escrituras, para que crezcamos en el
conocimiento que no es teoría, sino experiencia viva de su amor.
¿Por qué no supo discernir Israel? Jesús lo
atribuye a la ignorancia del corazón, a no comprender aquello que Dios siempre
ha querido: “Misericordia quiero, no sacrificios.” Es decir, amor. El pueblo no
sintonizó con el corazón de las Escrituras, que es el amor. Y Cristo, en
obediencia perfecta, encarnó ese amor hasta el extremo, haciéndose el último,
sirviendo a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas,
abrazando la cruz y, en ella, a toda la humanidad.
En contraste, el pensamiento de Nietzsche
—según los escritos que de él nos han llegado— se alzó contra el cristianismo,
al que acusó de haber introducido en el mundo el “cáncer” de la humildad y la
renuncia. En su obra Así hablaba Zaratustra, exaltó la “voluntad de
poder” del superhombre, del hombre de la “gran salud”, que busca elevarse, no
abajarse. Pero ese ideal se opone radicalmente a los valores del Evangelio,
donde el más grande es el que se hace servidor de todos.
Hoy, hermanos, necesitamos que esta Palabra nos
amoneste. No basta con aceptarla intelectualmente. Hay que dejar que se haga
carne en nuestra vida, que sea viva y operante. El discernimiento irá siendo
completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en
libertad, para que se transforme en amor, en servicio, en entrega a los
hermanos.
Que el Espíritu Santo nos conceda ojos para
ver, oídos para escuchar y un corazón dispuesto a amar como Cristo nos ha
amado.
Amén.
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